Los acontecimientos del domingo último y los días sucesivos en Tucumán han tenido un impacto profundo en la opinión pública. Tras las serias irregularidades en las elecciones en la provincia de Buenos Aires y el asesinato de Jorge Ariel Velásquez en Jujuy, la escala y gravedad de los incidentes en Tucumán fueron la gota que rebalsó el vaso, generando una preocupación inusitada en la sociedad. La combinación de las denuncias de prácticas tendientes a distorsionar la voluntad de los electores con las manifestaciones y la posterior represión policial hizo que todo trascendiera las fronteras provinciales y se convirtiera en un tema nacional.
Así, la cuestión se ha instalado en el centro de la agenda política. Presidenciables, partidos de oposición, líderes de opinión, legisladores e incluso jueces, todos han manifestado una justificada preocupación por las gravísimas deficiencias del proceso electoral tucumano, que incluyó cambio de comida por votos, quema de urnas, telegramas erróneos, y violencia contra camarógrafos y gendarmes.
Si bien a priori podríamos pensar que se trata de un problema de normas y que se torna imperioso reformar el sistema electoral, esa sería solo la mitad de la fotografía. Por cierto, el sistema actual es retrógrado, favorece las prácticas clientelares y se financia de manera espuria. La proliferación sinsentido de listas tampoco facilita el ejercicio de los derechos políticos de los ciudadanos.
Sin embargo, la otra mitad de la foto nos muestra un problema cultural. Como ciudadanos somos rehenes de prácticas políticas arbitrarias y oportunistas que nos imponen calendarios electorales interminables, boletas incomprensibles, candidatos testimoniales y, en muchos casos, autoridades electorales de dudosa independencia respecto del poder político. Tucumán se ha convertido en el ejemplo del mal ejemplo, pero sería una ingenuidad pensar que estamos ante un fenómeno nuevo. Nadie ignora que esto viene ocurriendo y agravándose desde hace años, tanto en Tucumán como en otros distritos. Las trampas, la coerción y el clientelismo en los procesos electorales son casi una denominación de origen en varias provincias. Sin embargo, los cambios tecnológicos en los medios de comunicación y el surgimiento de las redes sociales han contribuido a exponer masivamente lo que antes transcurría de manera casi secreta.
Para dejar de ser rehenes de la mala política necesitamos una profunda reforma electoral, pero también un cambio cultural. Ambos dependen de la voluntad y el liderazgo de nuestra clase política, pero tanto ciudadanos como organizaciones de la sociedad civil debemos sostener nuestros esfuerzos y reclamos. Sin presión social no habrá cambio, y sin cambio no podremos desterrar la violencia y las prácticas irregulares en materia electoral que hemos visto en estas últimas elecciones.
El autor es miembro del Consejo de Administración de Poder Ciudadano y Doctor en Ciencia Política de la Universidad de Oxford.