Yo estuve allí. Estuve en la plaza de la dignidad aquella noche en la que Tucumán asumió -quizás, como hace 200 años- el rol de líder en la Argentina profunda. Nuestro grito fue un punto de inflexión en los tiempos políticos actuales. Los ecos del interior llegaron a la gran urbe y entonces el país se alertó. Autoconvocados, caminábamos hacia la plaza con mucha bronca e impotencia. Nos nucleaba la necesidad de recuperar nuestra dignidad ciudadana.
Reunirnos en la plaza pública -como fue el ágora de Atenas- marcaba a las claras la envergadura de la protesta. A pesar de la violencia de la noche anterior -cuando la Policía cargó contra el pueblo-, nadie sentía miedo; por el contrario, había en el ambiente la certeza de haber alcanzado el momento en el cual una sociedad se pone de pie para decir algo, para hacerse valer, para ser escuchada. Aún cuando no diga nada.
Y efectivamente, no se dijo nada. No hubo discursos, ni líderes, ni políticos, ni autoridades. Nadie osó apropiarse del reclamo ciudadano. Sólo ruido, cánticos de jóvenes, Himno nacional, banderas que flameaban. Estuvimos allí tres -y hasta cuatro horas- frente a la Casa de Gobierno, símbolo de la arbitrariedad del poder. Nadie dirigió esta revuelta pacífica; era el pueblo desnudo haciendo sentir su presión. Las autoridades de la provincia estaban ausentes, los políticos ocupados en otra cosa.
Sin embargo, debemos confesarlo: todos somos responsables. Se sabe acerca de la corrupción que rodea los comicios; se lo hace a la vista de todos, sin ningún recato: bolsones, dinero para comprar votos, punteros que controlan gente, taxis para trasladar votantes, etc. Lo dejamos pasar más o menos ocupados en nuestras tareas; denuncias que morían en una Justicia inoperante y luego… nada.
Por eso marchamos para expresar nuestro agotamiento moral. Castigados por la corrupción vernácula, el escandaloso enriquecimiento de los políticos -mientras la pobreza crece ante nuestros ojos-, fuimos a decir basta. Basta al uso del poder en beneficio propio, a la manipulación de los más desprotegidos.
La revuelta fue contra todos los políticos. Los tucumanos exigimos el derecho a vivir en una sociedad en la cual se valore la conducta ética, se permita la libertad de expresión y se fomente el diálogo entre contendientes. Es, simplemente, dignidad. Finalmente, lo dijimos en voz alta y se escuchó a lo lejos.
La autora es doctora en Filosofía, profesora consulta de la UNT.