Es sumamente grave la degradación de los valores democráticos que percibimos, en varias provincias argentinas, con motivo del proceso electoral que se desarrolla en estos días. Particularmente, en las ubicadas en el norte y noroeste, donde se produjeron hechos lamentables que son nuevos eslabones que se añaden a la cadena de vicios electorales que soporta nuestro golpeado sistema político desde 2003. Comenzando con los defectos jurídicos que presenta el Código Electoral Nacional, y que permitió la elección ilícita de un presidente que no obtuvo la mayoría electoral impuesta por la Constitución Nacional, pasando por las recordadas “candidaturas testimoniales” y concluyendo con una amplia gama de conductas protagonizadas por ciertos dirigentes políticos que renuevan los vicios que pretendió erradicar Roque Sáenz Peña en 1912, con la firme colaboración de importantes líderes sociales que contribuyeron a encauzar el desarrollo del creciente nivel cultural cívico del pueblo.
La pasión política es intensa como fenómeno que refleja el espíritu de dominación e intolerancia que nutre a los seres autoritarios, superando las barreras del autocontrol forjado por la civilización democrática. Y, la pasión electoral que aquella acarrea, es la antesala del inevitable fraude al cual se acude para la conquista del poder. Incluso aunque en los hechos este resulte innecesario. Es que los autócratas no pueden alterar su nefasta naturaleza ni su miedo a la libertad.
En este marco se ubican los inconcebibles acontecimientos producidos recientemente en Tucumán. Inconcebibles en una democracia constitucional, pero no en una sociedad que pretende ser ahogada por el germen del populismo.
Ellos tuvieron amplia repercusión nacional e internacional, generando una imagen negativa del país que en modo alguno se merecen sus habitantes. La destrucción de urnas representativas de la voluntad popular, la alteración maliciosa de sus contenidos, las presiones ejercidas sobre los votantes con la inconcebible complicidad de las autoridades electorales, fueron hechos que desencadenaron la legítima protesta del pueblo que, en vez de ser atendida por el Gobierno local, desencadenó una represión ilícita propia de un régimen totalitario como, en definitiva, es el que está instalado en la provincia.
Resulta insólito, a la luz de aquellos valores democráticos, que la autoridad electoral manifieste que los comicios fueron transparentes; que quienes fueron beneficiados con el fraude lo desconozcan; que un jefe de las fuerzas de seguridad asuma la autoría de la violencia padecida por los ciudadanos; y que un gobernador no tenga el coraje cívico de asumir la responsabilidad por los actos de sus subordinados. En definitiva, que nada extraño ha pasado porque todo ello conforma la tipificación de la democracia populista argentina del siglo XXI. Que no hubo graves irregularidades que podrían justificar la anulación de los comicios, sino la continuidad de un comportamiento electoral arraigado en la cultura popular. Aseveración falsa que nos recuerda a Giovanni Sartori cuando escribía: “la frecuencia con que la probabilidad matemática ha llevado a ocupar puestos oficiales a individuos ineptos o irresponsables puede equipararse a la frecuencia con que las democracias del siglo XX han resucitado el culto a la autocracia”. O, como proclamaba Juan Bautista Alberdi al señalar que, cuando los votos son arrebatados por el fraude al margen de la libertad, el pueblo “lejos de tener a su cabeza los mejores hombres del país, tiene infaliblemente los mayores intrigantes y bribones”.
En otras palabras, como la vida política integra la vida social, el sistema democrático no será auténtico sino cuando la comunidad proceda democráticamente en sus relaciones públicas y privadas. Cuando escuche la opinión ajena por diferente que ella sea de la propia, cuando la comprenda y respete aunque no la comparta. Cuando la tolere porque solamente puede gobernar en común aquel pueblo que es capaz de convivir deliberando en común.
Los hechos producidos en Tucumán nos imponen el deber de preservar la democracia restableciendo la sensatez política y formulando votos para que ellos no se proyecten sobre el resto del país, si es que queremos disfrutar de los beneficios de la democracia constitucional: libertad, dignidad y progreso.
El autor es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Buenos Aires, presidente de la Academia Nacional de Derecho.