El término anomia fue introducido por Émile Durkheim. La falta de normas o a la incapacidad de la estructura social de proveer a ciertos individuos lo necesario para lograr metas que se propongan despierta el nacimiento de conductas desviadas. En otros términos, opera una ruptura de las normas sociales. Robert Merton lo explica a través de la disociación entre objetivos culturales y acceso de ciertos sectores a los medios necesarios. La relación entre los medios y los fines se debilita.
Este colapso de gobernabilidad abre las puertas al descontrol, emergente ante un escenario de alienación experimentado por un individuo o una sociedad que explotan bajo diferentes expresiones, agrupadas en un denominador común llamado desorganización, violencia e intemperancia.
La anomia es sin duda la característica esencial del modelo iusnaturalista en el estado de naturaleza. Se trata de aquella condición en que se encuentra el ser humano cuando no existe instancia superior alguna que normativice, controle y/o penalice sus acciones externas. Tal como lo enuncia Thomas Hobbes “no existe un poder común que obligue a todos al respeto”.
Viajar al subterfugio de ese estadio prepolítico conlleva ausencia de legitimación de la autoridad política simplemente por el hecho de que el estado civil aún no se ha gestado. Enfrentadas, dos instancias antitéticas, estado de naturaleza y estado civil encuentran en el camino una serie de sacrificios, de precios que están dispuestos a pagar para arribar a otro estadio. El pasaje de uno a otro no es aleatorio, sino buscado. El acto volitivo cobra un rol esencial. Son los propios individuos quienes están interesados en salir de ese estado en que el hombre es lobo del hombre (Homo homini lupus).
La lucha continua en un marco de competencia atroz abre las puertas para la inestabilidad permanente. Tres son las causas de la discordia en la naturaleza del hombre: la competencia, la desconfianza y la gloria. La primera impulsa a los seres humanos a atacarse para lograr un beneficio; la segunda para alcanzar seguridad; y la tercera, reputación.
Hacia una condición de paz
Frente a la imposibilidad de vivir en el temor perpetuo es preciso encontrar un sistema que le permita al hombre salir de esta situación de guerra y llegar a una condición de paz. Por ello se aplican las leyes de la naturaleza hobbesiana entendidas como un artificio inventado que emanan de la razón para garantir la autoconservación. La primera de ellas es buscar la paz y seguirla, la segunda acceder a renunciar a un derecho si los demás acceden también y la última, el cumplimiento de los pactos que han celebrado.
Los sucesos electorales en Tucumán (denuncias de fraude, represión y marchas) han despertado un sinnúmero de denuncias en todo el arco político y aún voces que bregan por un cambio en el sistema electoral. Observamos que a pesar de vivir en un estadio civil, quien incumple es el mismo Estado, la misma entidad que cuenta con el monopolio de la fuerza legítima y coactiva a la vez.
El espejo tiene la maravillosa propiedad de reflejar exactamente nuestra figura y movimientos, en el mismo instante en que se producen. Uno de los mandamientos reza: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Amar al prójimo es amarlo como a uno mismo, respetarlo, tolerarlo. El espejo de la vida puede resumirse en una palabra: valores. El cambio nace primeramente desde adentro hacia afuera.
¿Hasta cuándo eludiremos observarnos al espejo del alma? El rencor es la antesala del odio. Ahogados en un estadio civil ficticio que formalmente tiene reglas pero fácticamente se rige por los impulsos de la bestialidad hobbesiana de una instancia prepolítica, estamos asistiendo al fin del pacto fundacional de la confianza. El temor ha embargado hasta el alma.
La autora es Magister RRII Europa-América Latina (Università di Bologna), abogada, politóloga y socióloga. Analista internacional y asesora parlamentaria en Relaciones Exteriores y Parlamento del Mercosur.