En una esquina del barrio “El Sifón”, sobre el asfalto, dos chicos juegan con una pelota, bajo el sol ardiente del mediodía. Al lado de un paredón se agrandan los montículos de basura acumulada. El fétido olor no les impide pegarle a la redonda como si estuviesen en otro escenario y con otro paisaje. Al costado de la canchita improvisada, las casillas, construidas a lo largo de 50 metros, son tan precarias que parecen sostenerse una a la otra.
Una de esas casillas es tan pequeña que no cabe ni siquiera una mesa de ping pong. Sin embargo, ahí adentro duerme una familia completa con cinco integrantes. Una cama para Franco Ávila, de 35 años, y su esposa Yésica Viscarra, de 28 años. En la otra cama se reparten los tres hijos: Rosario, de 10 años; Cristian, de 8 años y Axel, de cinco meses.
Las paredes de madera todavía tienen las marcas del agua que trepó hasta la altura de las rodillas durante la última tormenta. Algunos huecos se cubren con ladrillos apilados, sin cemento, y el techo de zinc es tan caliente que dibuja un reflejo luminoso de vapor que se eleva en el aire.
El reloj marca las 13. Afuera, los chicos siguen su juego, ajenos a todo. Adentro, una mujer lava las hojas de lechuga en una pileta rústica. Para resolver el almuerzo, Franco y su esposa hablaron con los suegros, juntaron el dinero con otras familias y decidieron comprar carne para preparar milanesas.
Franco está sin empleo. Dice que trabaja “haciendo changas” en la construcción. La última vez que tuvo empleo fue hace tres meses.
Admite que, a veces, la necesidad de conseguir algo para comer es desesperante. “Robar no. No me pecha eso a mí. Antes que salir a robar, prefiero ir al semáforo de la plazoleta Mitre a limpiar vidrios”, explica. A su lado, Yésica sostiene en brazos a su hijo más pequeño. Otros vecinos, que también son parientes se acercan. Viven uno al lado del otro, con apenas una división de madera. “Si llueve no dormimos. Aquí entra el agua por todos lados. Entra por abajo -dice, mientras señala un punto entre las paredes y el piso-; entra por el fondo y las cloacas revientan. Esa es la peor parte por el peligro para los chicos. Por eso le digo que cuando llueve no dormimos”.
La Virgen y el fútbol
La familia Ávila vive en la pobreza. Franco y Yésica saben, a diario, lo que significa enfrentar el problema de la comida. Cómo darles de comer a los tres hijos es el interrogante que surge desde la mañana. “Aquí se ayudamos entre todos”, asegura Franco.
Sobre un cartón pegado en la pared con un clavo se puede ver una imagen de la Virgen. Al lado un escudo de Atlético Tucumán y en lo que debería ser una ventana se acumulan cajas y bolsas de plástico con ropa. En un extremo de la cama hay una bolsa con dos panes. Aparte de los tres hijos, Franco Ávila tiene otros dos hijos más de una pareja anterior (Franco, de 15 años; y Evelyn, de 12 años), que viven con la madre, a una cuadra de distancia.
El fotógrafo dispara su cámara, mientras en un pasillo llegan otros vecinos, que además son parientes. “Vivimos todos juntos y así se ayudamos mejor”, asegura Franco. Desde otra casilla, al lado, se acerca Elda Viscarra, madre de Yésica. Con ella juntaron la plata para comprar carne y preparar las milanesas.
En la canchita de fútbol, Franco y su cuñado Rubén Viscarra armaron la estructura para construir una gruta. Dicen que la intención es poner allí una imagen de la Virgen para que proteja a los chicos del barrio, que juegan a la pelota casi todos los días.
El sol quema a las 14. Dejaron las herramientas junto a la carretilla, y la pala. Después, Franco camina en dirección a su casa. ¿Qué es ser pobre? surge como interrogante. La respuesta demora un instante. Tras una pausa que impone el silencio, Franco responde: “ser pobre... es pechar todos los días pa’ conseguir algo de comer”. Afuera, los chicos siguen jugando a la pelota, ajenos a todo, sin entender todavía qué significa vivir en la pobreza.