La Selección de Fútbol de la Argentina sacó pasaje directo al Mundial de Rusia 2018 esta semana, luego de una tormentosa clasificación, lo cual reforzó la extendida convicción de que el combinado nacional replica todo una faceta de la personalidad argentinidad: sufrir. Aunque se cuente con descollantes individualidades, hay que sufrir porque esos genios no pueden o no saben trabajar juntos, hasta que en algún momento, por razones arcanas, logran coordinarse y consagrarse.
Anoche, los asistentes al 53 Coloquio de IDEA escucharon a los miembros de otra selección nacional dar testimonio de que la argentinidad puede consistir en otra cosa. En el auditorio de la planta baja del Sheraton de Mar del Plata se acomodaron Andrés “Chapu” Nocioni, Fabricio Oberto y Juan Ignacio Pepe Sánchez, mientras que por video hicieron sus aportes Emanuel Ginóbili y Luis Scola. Ellos, los exponentes de la Generación Dorada, que obtuvo la medalla de oro en las Olimpíadas de Atenas 2004, no hablaron de sufrimiento, sino de esfuerzo. De ser solidarios en el fracaso. De estar juntos en el error. Y de resignar un poco del muchísimo ego que reconocen tener para que el éxito colectivo sea posible.
Resignar
“Claro que había egos. No se puede ser un deportista de elite sin tener autoestima. Y nosotros competimos en la elite de la elite. El ‘Chapu’ no lo transmite, pero tiene un ego enorme. Y ‘Fabri’ sale con su ego a la cancha y te parte al medio. Yo por suerte no tengo”, bromea Sánchez y, después de los aplausos y las risas, arroja una seria definición. “Cuando intento pensar qué hacíamos con esos egos, la palabra que se me presenta es ‘resignación’. Resignar egos en pos de un objetivo que nos superaba. Creo que fuimos inteligentes. Había amistad y compañerismo, pero sobre todo teníamos claro que había que resignar cosas. Costó durante las primeras semanas. Pero para cuando llegamos al torneo, cada uno podía sacar lo mejor de sí en la cancha. Entonces podías ver en la cara de los rivales que no estaban jugando contra uno ni tres, sino contra algo sobrenatural que entraba con nosotros a la cancha. Los egos eran gigantes, no había magia ni tampoco somos personas extraordinarias: sólo decidimos resignar un poco de cada uno”, describe.
Oberto coincide con su compañero. “Cada uno tenía su ego, pero sabíamos que apenas tocábamos el aeropuerto en la Argentina, teníamos que sacarnos de encima lo que traíamos de los clubes donde jugábamos porque había que entrenar con la Selección. Cada uno tenía su rol y sabíamos cómo jugábamos. En el vestuario muchas veces resolvíamos no sé si las diferencias, porque siempre existen, pero sí remarcábamos que había que trabajar también para que los compañeros pudieran lucirse”, rememora.
“Todos fueron protagonistas al mejor nivel y a la hora de competir juntos logramos adaptar nuestros diversos roles a la Selección”, sintetiza Scola.
“Hicimos algo grande sin darnos cuenta: trascendimos el básquet. Nos permitimos soñar y transmitir pasión al equipo. Por eso tenemos un vínculo tan grande. Un vínculo gigante que podemos llevar a todos los ámbitos. Y eso hace que se puedan conseguir sueños. Así es como derribamos mitos, como el de que era imposible ganarle a EEUU y a Yugoslavia. Creamos un vínculo, un trabajo y un compromiso”, enumera Nocioni.
Ginobili aporta que el equipo que conformó la Generación Dorada “fue algo distinto porque estaba presente en cada uno el compromiso y el sentido de responsabilidad con uno mismo, pero al mismo se volcaba todo eso con quien estaba al lado. Queríamos el bien común, más allá del cliché”.
Confiar
“Teníamos confianza: esa fue la clave. 10 talentos no igualan a dos talentos que confían ciegamente entre sí. Éramos como una armada: una idea que se movía en bloque. Y por esa confianza, tolerábamos todos los errores y lo hablábamos en los vestuarios. Nosotros confiábamos ciegamente en que el otro iba a hacer las cosas bien y por eso, en la cancha, uno escuchaba el grito ‘dejalo pasar’ y te hacías a un lado. Tenés que tener una confianza ciega en que el que viene detrás va a hacerlo todo bien para dejarlo pasar. Al final, jugábamos por gestos”, relata Sánchez.
Scola relata, a propósito de esa confianza, que antes del partido contra Estados Unidos, en Atenas 2004, repasaron en el vestuario a quién debía marcar cada uno. Cuando se escucharon decir “vos lo marcás a Lebron James” estallaron las risas. Pero con el segundo se rieron menos. Y cuando mencionaron al tercero, ya sólo había silencio. “Siento que ahí, en ese momento, nos la creímos: ahí creímos que podíamos ganarle a cualquiera”, rememora.
Oberto opina entonces que, en realidad, a los límites que cada quien cree tener, en realidad se los impone cada uno. “Deberíamos hacer eso como sociedad. Asumir que podemos hacerlo… y hacerlo”, arengó.
“En EEUU cuentan que después de que les ganamos nosotros (en las semifinales de Atenas 2004), comenzaron a estudiarnos. Entonces decidieron elegir las mejores individualidades, pero en función de que pudieran cumplir roles también. Y cuando hicieron eso, que es lo que hacíamos nosotros, se tornaron invencibles”, revela Sánchez. “¿Qué hace que no podamos organizarnos, vivir más plenamente, mejorar la calidad de vida, resignar un poco cada uno para estar mejor todos? -interroga- Si vino EEUU a copiarnos, si los mejores entrenadores nos reconocen como una escuela para ellos, eso es un principio de autoestima que nos debemos como sociedad”.