No fue de cabeza, ni de atropellada, ni de pescador de oportunidades en el área. La clase de goles que hacen los defensores cuando las papas se incendian y a los delanteros se les clausura el arco. Fue un gol con clase, digno de uno de esos elegantes volantes ofensivos que ofrece el primer mundo futbolero.
Por la forma en la que acomodó el cuerpo e impactó la pelota, como un equilibrista acostumbrado a esos menesteres en el borde del área. Marcos Rojo tenía un encuentro con el destino y consideró indigno asumirlo con la simplicidad de un trabajador del juego. Para nada, si iba a meterse en la historia debía hacerlo de frac. Y le quedó pintado.
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En cambio, a esta altura, ya creemos haber visto todas las genialidades que pueden salir de la maravillosa humanidad de Lionel Messi. Hizo todos los goles imaginables, muchos de una belleza a prueba de adjetivos. El de ayer, una definición soberbia, vale más por su contenido emocional.
En la interminable fábula que es la vida de Messi, el capítulo San Petersburgo lo mostró con un semblante sereno y concentrado. Nada que ver con las turbulencias detectadas en su gestualidad durante la fatídica noche de Croacia. Durante el Himno, la multitud festejó como un gol cuando la cámara lo enfocó mirando hacia arriba, despejado de fantasmas.
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Cuando vio que la pelota se metía pegadita a un palo, mientras el arquero volaba en vano, Rojo inició una de esas celebraciones que veremos repetidas de aquí a la eternidad. Como Marco Tardelli en el 82, empezó a correr con la boca repleta de gol. Después terminó sepultado por una montaña que bien podría simbolizar la catarsis de un país. Lo de Messi fue como haberse liberado de los 1.000 kilos que le oprimían los hombros. Picó hacia la derecha y antes de que lo alcanzaran los compañeros hizo la clásica: los índices hacia arriba, la vista en el cielo. Por fin.
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Messi y Rojo, tan distintos y tan iguales, al menos durante 90 minutos. El genio y el artesano. Si algo necesitan los equipos para trascender, para hacerse fuertes, para llegar lejos, es la contribución generosa y equilibrada de sus distintos estamentos. Messi y Rojo sintonizaron la misma señal en San Petersburgo y ese es un mensaje poderoso hacia adentro y hacia afuera. Quiere decir que Argentina tiene quien tire del carro, que el mejor del mundo no está solo. Esa es otra de las lecturas que proporciona la noche que terminó teñida de gesta.
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Si Rojo definió como Messi, Messi defendió como Rojo. Si algo caracterizó la levantada argentina contra Nigeria fue la actitud que asumieron los jugadores. Imposible haber ofrecido semejante muestra de solidaridad y compromiso con el compañero si no obró antes un juramente colectivo. Por eso Messi fue al piso como el más obediente y áspero de los obreros, para trabar, para tirar la pelota afuera. Por eso Rojo se tuvo la fe de los creyentes para rumbear hacia el área, esperar el centro justo de Mercado y rematar con una maestría asombrosa.
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Tal vez Rojo no vuelva a marcar un gol de esta naturaleza, tan impactante, tan trascendente. ¿Importa? Ya es póster, ya es meme feliz (circula uno buenísimo, con tostadas quemadas de por medio), ya es una fija en cada recuento de las hazañas argentinas. Seguramente veremos más goles de Messi fulminantes, decisivos, reconfortantes. Lo difícil, rozando lo imposible, sería que se reencuentren en la red de esta manera. Si el Mundial empieza en los octavos de final, como indica el lugar común, Argentina dice presente gracias a Messi y a Rojo. Tan distintos, tan idénticos por obra y gracia de lo maravilloso que es el fútbol.