Una infección pulmonar terminó, en pocos días, con la vida del gran tucumano Julio Argentino Roca, el 19 de octubre de 1914, en Buenos Aires. Sus honras fúnebres, con honores de presidente en ejercicio, fueron impresionantes. Por dos días se paralizó la administración pública y la bandera estuvo a media asta durante diez jornadas. Agustín de Vedia se refiere a las exequias. Anota que “estos movimientos de dolor público” se expanden, recorren grandes distancias y luego se condensan en el punto inicial. “Entonces son los clarines, los discursos, los desfiles, todas las formas de homenaje. Vienen luego al desaliento, la postración. Hasta que la justicia histórica inicia su proceso”.
A Roca “lo llevan a la Casa Rosada con su símbolos heroicos y sus atributos evocadores sobre la caja fúnebre, para que sus restos sean velados y la multitud se apodere de sus rasgos distintivos, para fijarlos en su corazón y en su memoria. Rígidos soldados forman la última guardia. Veteranos y cadetes se cuadran ante el féretro. Caen muchas lágrimas sobre las prendas militares y sobre la bandera. La angustia domina todas las expresiones de la amistad. No pasa un solo indiferente y cuesta advertir simples curiosos. Muchos miran los despachos desde los cuales gobernó Roca, y aquel en que ahora está tendido, antes de que lo conduzcan al reposo eterno”.
De pronto, “suenan los tambores y las voces de mando, y allá va el cortejo final de la vida. Las luces de las calles están veladas por crespones. Los padres levantan en brazos a sus hijos para fijarles el recuerdo del héroe… Doblaban las campanas a los templos. Rendían honores los batallones y las escuelas. ‘Este es el que evitó la guerra’, decían las mujeres del pueblo, y se santiguaban. Los extraños se asociaban íntimamente a nuestra pena”.