Un virus mata la fauna y ese acontecimiento natural cambia por completo la cultura: se legaliza la antropofagia. En los albores de esta nueva sociedad caníbal primero desaparecen los mendigos, los marginales, los pobres. Por ahí nomás, los ancianos. La clave fue instalar en la conciencia colectiva un significante tautológico: la carne es carne. Lo demás es negocio. El de los frigoríficos. El de los fabricantes de alimento balanceado. El de las farmacéuticas y sus vacunas. El de la medicina y la tecnología para alumbrar una nueva especie: seres humanos concebidos sólo para consumo de otros seres humanos. Porque, aduce la ciencia, la proteína de la carne es, a la vez que irremplazable, indispensable para las personas. Justamente por esto, ese nuevo ganado antropomórfico no puede ser llamado “persona”. Se denomina Primera Generación Pura. Su “carne especial”, libre de toda enfermedad, se vende en carnicerías. Pero a ese “producto” sólo acceden las clases pudientes: los demás, los carroñeros, se siguen comiendo lo que sea que camine en dos pies. Incluyendo, en algunas ocasiones, a los que no son de su clase ni tampoco de la alta sociedad: simples trabajadores. La cosificación de estos homo sapiens (cuyo ciclo vital es cría, engorde, faena y procesamiento) los convierte, además, en regalos de lujo. Es todo un símbolo de estatus ser dueño de un o de una PGP. Pero sólo para consumo: incluso hay recetarios para comerlos por partes. No se puede usarlos para tareas domésticas ni para servicios sexuales. Es que comerse a los semejantes es de lo más normal. La esclavitud, en cambio, es salvajismo…
Este es el argumento literal con el que se plantea el escenario de Cadáver exquisito, la distopía de Agustina Bazterrica que ganó el último premio Clarín de Novela. Y hay otra lectura entre las costuras del texto. Si bien no nos alimentamos fisiológicamente de la carne de nuestros congéneres, ¿en qué medida, socialmente, no nos venimos comiendo unos a otros?
Esa cuestión nos interpela ante al asesinato de Valentín Villegas, muerto a puñaladas el domingo en Yerba Buena cuando defendió a su primer y último amor del delincuente que, al no poder robar un teléfono, se consagró asesino. A ese tucumano de 15 años, un carroñero y su cuchillo le comieron todo lo que era. Y lo que pudo haber sido.
Establecida la aberración del crimen y el oprobio sin atenuantes de su perpetrador, cabe una segunda mirada sobre el homicida: él ya había sido consumido por otros. Ya se habían comido su humanidad, hasta el punto de que su nuevo nombre es una mutilación. A Valentín lo apodaban “Valiente”. A su asesino le dicen “El Tuerto”.
Cuando “El Tuerto” hundió la hoja en el pecho del “Valiente”, su inhumanización estaba completa. La cultura nos hace humanos. Y hay cultura, enseña Sigmund Freud en Tótem y tabú, donde rigen tres prohibiciones: la del incesto y -nada menos- la de la antropofagia y la del asesinato. En rigor, ilustra el psicoanalista Alfredo Ygel, se trata de la “prohibición del todo”. Todo no puede hacerse. No podemos comernos los unos a los otros. Ni exterminarnos. Ni torturarnos. Ni desaparecernos. Ni abusarnos. “Los hombres normales no saben que todo es posible”, aseveró el escritor David Rousset, miembro de la Resistencia francesa, mientras miraba el legado maldito de la Segunda Guerra Mundial: los hombres ahora sabían que podían hacerlo todo, espantosamente todo, con los hombres.
La prohibición del todo es el principio civilizatorio de la humanidad. Lo contrario es lo opuesto a la civilización. Y en esa instancia prehumana comernos los unos a los otros no sólo es posible, sino probablemente necesario. Pero no en la humanidad. En la cultura nos organizamos, precisamente, para que eso no ocurra. Creamos el derecho para regular la vida pública y privada; e inventamos la economía para sostener a la especie. Si nos estamos comiendo los unos a los otros, es porque la cultura se ha corroído de tal manera que muchos están volviendo al estadio original, a la instancia precultural.
No debería sorprendernos.
Los gobernantes no sólo administran: también inspiran. Y aquí supieron inspirar violencia infinita: lejos de la prohibición del todo, establecieron como lema el “vamos por todo”.
Mientras tanto el derecho se encargó, en los hechos, de abolir la prohibición del asesinato. El Estado mismo se tornó asesino en las dictaduras. Y en las democracias, asesinar no les está prohibido a todos, sino sólo a los pobres. Para los poderosos, matar no tiene consecuencias. Y si no hay pena, no hay delito. Ni veda. Entonces, el marginal asesino de Valentín va a ir preso, porque lo merece. Pero el crimen de Paulina Lebbos sigue indignantemente impune porque el poder político y su brazo policial se encargaron de encubrir a los asesinos. Y al fiscal Alberto Nisman lo mataron por investigar quiénes mataron a 85 compatriotas en el atentado a la Argentina a través de la AMIA, y todavía hay quienes sostienen que se trató de un suicidio. Y todavía no hay culpables de uno de los peores momentos de nuestra historia.
La economía, por supuesto, se encargó de que la prohibición de la antropofagia, socialmente, se convirtiera en un menú a la carta. Las clases altas se alimentan de las clases medias y les tabican el acceso a la gran propiedad privada, dejándoles apenas migajas. Hasta el punto de que ya han privatizado los bienes públicos: la seguridad, la educación y la salud de calidad ahora son “particulares”. Lo que resta de ellas en el ámbito público son casi ruinas.
Las clases medias, a su vez, se alimentan de las clases pobres tabicándoles el acceso a la propiedad intelectual. Podrían llenarse estadios con pequeño burgueses vociferadores de que “la única salida es la educación”, que no dudarían en prescindir de los servicios de empleados o empleadas que pidieran, por el mismo sueldo, trabajar menos para terminar la escuela. Cuando los programas sociales para mujeres comenzaron a exigir como contraprestación que se presentaran al día las libretas de vacunación y los certificados de escolaridad de los niños, los que rezongaban que “ahora se embarazan para conseguir un plan” y que “ya no se consiguen empleadas domésticas” eran legión.
En cuanto a las clases pobres, para el menesteroso es menester sobrevivir. Algunos de sus miembros se marginalizan, se criminalizan y se alimentan de todos, pero no son los únicos...
Durante el menemismo, para tomar distancia histórica, se vio funcionando el “banquete” mientras la desocupación alcanzaba dos dígitos. Los vecinos se quedaban sin trabajo, los compañeritos del colegio de los chicos eran cada vez menos, y los jubilados se convertían en el sostén de millones de hogares pauperizados, pero había que pagar la hipoteca, el plan de ahorro o la tarjeta de crédito tras el viaje al exterior. En los comicios de 1995, en los que fue reelecto, Carlos Menem ganó incluso en Palpalá, pese al cierre de Altos Hornos Zapla.
Pero la antropofagia social no sólo es vertical. También dentro de las clases sociales se canibalizan los miembros entre sí. También hay marginalidad en las clases medias y en las altas. La muerte de Matías Albornoz Piccinetti, el tucumano de 17 años que era estudiante del Gymnasium, no fue perpetrada a manos de un motochorro: el asesino acudía a las mismas fiestas de colegios que la víctima. El filósofo Santiago Garmendia evoca, entonces, otra distopía: La máquina del tiempo, de Herbert George Wells. Un futuro donde los morlocks se alimentan de los elois: dos ramas de la especie humana; una de las cuales, en cierta medida, ha engendrado a la otra. El círculo canibalístico se cierra.
De la conversión del derecho en un instrumento para la cristalización, legalización, cronificación, normalización y naturalización de estas relaciones económicas entre las clases sociales devino que el canibalismo fue abolido como práctica alimentaria, pero fue sublimado como práctica social. Del mismo modo en que sublimamos la esclavitud: donde no está verdaderamente abolida, está asalariada en términos miserables. Con la antropofagia pasó otro tanto: no comemos carne humana porque es tabú. Pero socialmente, no paramos de comernos los unos a los otros.
Buena parte de la nueva fe de la sociedad (esa fe que no se hereda familiarmente, sino que se adquiere cuando se tiene uso de razón) está puesta en ascender en esa cadena alimentaria. Para dar una economía de ejemplos, vale la pena robar una melodía inspirada en el (estratégicamente) olvidado Georg Simmel y su Filosofía del dinero: el milagro descomunal de Cristo en la multiplicación de los panes y de los peces para que su pueblo no pasase hambre sólo encuentra, en el presente, un único parangón: el plazo fijo bancario. Allí, una persona deja un número determinado de billetes y, luego de un tiempo, cuando vuelve, encuentra que hay más. Claro que no es un milagro. Ni mucho menos está destinado a matar el hambre del pueblo. Ninguna riqueza es inocente de la pobreza que genera, lapidaba Eduardo Galeano.
El escritor uruguayo supo graficar, también, la manera en la que la sociedad se había tornado carcelaria: todos vivimos prisioneros, advirtió. Su metáfora aplicaba a los prisioneros del hambre, a los de la inseguridad, a los de las adicciones…
Por momentos parece que se ha pasado a la siguiente instancia, en la cual la sociedad hizo lo único que no debía con los caníbales: comérselos. Los antropófagos originales no fueron eliminados, sino reemplazados.
La figura de Valentín Villegas se resignifica, precisamente, en este contexto. Es, por supuesto, una víctima. Pero es también -y enormemente- mucho más que eso. El “Valiente” murió protegiendo a un semejante. Y al proteger al otro, se salva a sí mismo. No salva su vida: salva su humanidad. Su padre pidió en la entrevista del miércoles en “Panorama Tucumano” que lo recuerden así: ese hecho lo humaniza por completo. Sólo tenía 15 años y una dignidad humana absoluta. Podría haber salido corriendo y que el depredador se comiera al más débil. Pero Valentín se quedó porque no era una presa: era una persona.
El domingo, qué tragedia, mataron a un hombre de verdad.