El daño que hace un juez con su inepcia o con su adicción al poder puede ser dimensionado de alguna forma, pero no hay manera de cuantificar los perjuicios que causan los despachos vacíos. Un juzgado, una fiscalía y una defensoría acéfalas suponen la negación de la justicia por excelencia. Mejor dicho, la Justicia que no llega jamás. Las vacancias judiciales serían los síntomas de una institución languideciente y en vías de precarización. O, como dice un príncipe del foro muy astuto, señales de que los poderes políticos han crecido tanto y tienen tan amarrados a los jueces que ya no se preocupan por dominarlos porque han encontrado un método más eficaz de sumisión: no nombrarlos.
Tucumán asiste a un espectáculo recalcitrante de “raquitismo judicial”. La máxima devastación aparece en el paisaje belicoso de la Justicia de Paz, donde las acefalías que afectan a más de un tercio de las oficinas conviven con descontroles de toda laya, desde el nepotismo desenfrenado hasta la proliferación de servicios que generan ingresos adicionales sin respetar ni siquiera los límites provinciales, como ocurrió con los casamientos celebrados en Salta y en Santiago del Estero. Tres jueces de Paz -José Luis Guerra, Josefina Penna y Juan Cipriani- afrontan pedidos de destitución por estas “bodas en extraña jurisdicción”, pero el clima de irregularidades justifica de sobra un análisis sistémico y una reforma profunda. Al parecer, no hay voluntad sino para parchar y corregir lo injustificable -¿echarán a los que se pasaron de casamenteros?-, como el hábito de abrochar billetes a los papeles enviados a los juzgados de Paz para su diligenciamiento. Ese modus operandi subsistía -¡ay!- desde 1977.
Las venas abiertas de la Justicia de Paz sirven para entender qué le espera a la organización que pierde el tren de la historia. Basta con una mirada general para comprender que, por más voluntad que pongan los jueces de Paz en funciones, avanzan el autoritarismo y la improductividad que observaba José Ignacio García Hamilton en su obra así titulada. En cuatro palabras, el atraso los arrincona. Ya pasaron seis años desde que el Poder Ejecutivo cubrió la última vacante: es un lapso suficiente para advertir cómo el desinterés de los gobernantes por cumplir sus obligaciones -y la falta de consecuencias de la transgresión- se tradujo en una tierra de nadie, donde cunden los relatos de piratas y bandidos. En vez de buscar las soluciones de fondo -que son las de la ley-, la Corte Suprema de Justicia de Tucumán decidió que, para mitigar las amputaciones, habrá que colocar curitas. Así fue que implantó prosecretarios con título de abogado en los puntos más críticos. Esos lugares son definidos como el lejano Oeste. No consta que los empleados vayan a trabajar, no se sabe con exactitud qué tareas desarrollan ni cómo: teléfono para el alto tribunal que acaba de “aconsejar” al juez Roberto Guyot que cumpla el horario de asistencia a su despacho.
“Tenemos una capacidad limitada para controlar la Justicia de Paz”, había admitido Daniel Posse, presidente de la Corte, en octubre. Un informe oficial publicado en ese momento consignaba que el alto tribunal había pedido la cobertura de las acefalías en 10 reuniones con el ex gobernador José Alperovich y en cinco con su sucesor, Juan Manzur. Quince planteos y ninguna reacción: si ese es el saldo del ejercicio de una potestad discrecional que sólo depende del jefe de Estado, ¿qué cabe esperar de la idea de Posse para que el Gobierno haga un renunciamiento histórico y elija a los jueces de Paz por concurso, como ya sucede con los despachos de los Tribunales ordinarios?
En el Poder Ejecutivo hacen promesas y más promesas sin justificar por qué han decidido que la mejor decisión es no tomar ninguna decisión. Regino Amado, el ministro y legislador electo, a esta altura ya es un experto en anunciar el “maná” de las designaciones. La última vez dijo que iba a caer después de los comicios, pero transcurrieron dos semanas y, al parecer, otra vez llueve sobre mojado. En la Casa de Gobierno preparan algunos nombramientos para “calmar a las fieras”, pero todavía no estarían dispuestos a aflojar el cepo que colocaron a la Justicia de Paz. Un mito sugiere que la parálisis obedece en gran medida a las expectativas de la dirigencia de las zonas rurales, que considera que los juzgados son patrimonio de la política y no está dispuesta a soltar el botín. Por las razones que sean, los líderes de la campaña lucen a gusto con una situación institucional que afecta directamente las condiciones de vida de sus comunidades y que la somete a infinitos padecimientos.
La Justicia de Paz conforma una pintura grotesca del estrago que produce la acumulación de oficinas vacantes, fenómeno que también asfixia al Poder Judicial provincial y a la Justicia Federal de Tucumán. Estos ámbitos presentan estructuras por completo divorciadas de las demandas sociales: creció la empleomanía estatal también en esas esferas tribunalicias, pero el número de magistrados sigue siendo -casi- el mismo que hace décadas. La sentencia justa en un tiempo razonable se ha convertido en un aforismo del realismo mágico, en especial en la Justicia penal, donde la efectividad de los cambios procesales aplicados aún está por verse, básicamente porque los poderes políticos que se niegan a llenar los cargos libres desde luego no están por la labor de incrementar de manera sustancial el número de jueces, fiscales y defensores oficiales.
Y así como en los Tribunales ordinarios hay más de 60 puestos pendientes de cobertura atrapados entre el Consejo Asesor de la Magistratura y el Poder Ejecutivo provincial -acumula 15 ternas sin resolver, además de más de un tercio de las 72 sedes de la Justicia de Paz-, seis nombramientos para la Justicia Federal de Tucumán vegetan en el Senado: es casi un aluvión si se toma en cuenta que esa institución funciona con 11 cargos cubiertos en propiedad. Son cifras cuya frialdad oculta una política de privación de derechos más que escalofriante y que, por el mismo motivo, los “trucumanos” deberían recordar cada vez que perciban el desaliento de la injusticia.