Por Fabián Soberón
PARA LA GACETA - TUCUMÁN
La vida de Isabel Sarli es inseparable de la de Armando Bo, director y guionista de las películas que hicieron juntos. En algunas de ellas, Bo roza el kitsch sin atenuantes. En otras, la reivindicación camp ve un cine de arte. En todas las películas, la figura curvilínea de Coca Sarli fue, desde la primera de la serie, una marca insoslayable. Si bien Bo aspiró a ser un autor como aquellos que admiraba en el cine social italiano o en la Nouvelle Vague, su cine parece más la versión degradada de sus modelos europeos. Ciertos críticos -como Daniel López- entienden que las películas de Bo-Sarli son, en realidad, una sola. El argumento puede resumirse en unas líneas: una mujer -obrera, estudiante de derecho, novia ejemplar o ama de casa- es asediada por hombres que desean poseerla en escenarios naturales, salvajes, en los que el deseo incendia el cuerpo desnudo.
Desde El trueno entre las hojas hasta la última película que hicieron juntos, Sarli fue para Bo “su” actriz fetiche y fue para una parte de la sociedad el motivo de las más enconadas críticas y sinónimo de desprestigio moral. En el marco de un catolicismo rampante, Sarli fue la puta o la mujer fácil. Sin embargo, para una parte de la crítica audiovisual actual, la obra de Bo-Sarli es cine de autor, a raíz de la continuidad en las obsesiones audiovisuales y narrativas de su director y guionista. Aunque no estemos de acuerdo con la consagración de Bo como autor, es claro que sus películas colocaron a Sarli como el espejo móvil de los cambios respecto del lugar del sexo y del deseo masculino en una sociedad que se regodeaba en la moral religiosa y el prejuicio machista.
En Carne (1968), Delicia es obrera en un frigorífico. Su novio pintor la retrata en unos cuadros. El perfil de Delicia roza el lugar común de la chica ingenua que solo espera el bien de los otros. Ella tiene buen sexo con su novio y también con un camionero desleal que la entrega al goce inoportuno de un grupo de violadores. Cuando se enfrenta al personaje de Juan Carlos Altavista, ella lanza: “me han confundido con un pedazo de carne”. Bo, dado al elemental juego verbal, trabaja con el doble sentido del sustantivo: la exuberancia involuntaria de Delicia (la torpe y simple chica de pueblo) es la razón del desenfreno imparable de un grupo de desbocados. Ella, la empleada vulgar, trabaja en un frigorífico, negocio que se ocupa de uno de los alimentos preferidos de los argentinos. Cuando el novio descubre la escena se pelea con todos. El camionero desleal escapa. Más tarde, Delicia se baña y el agua la purifica del múltiple percance anterior. En esa ducha aristotélica, Delicia escucha las voces de sí misma y de los violadores. Es el signo sonoro de la culpa y de la limpieza. Después de una visita a la iglesia, encuentra a su novio bueno y este le pide al camionero que se arrodille y que le pida perdón.
Ícono kitsch y camp
Carne funciona como una sinécdoque del universo Bo-Sarli: la inevitable exuberancia de una mujer es el origen del maldito deseo y los hombres solo quieren tener sexo con ella a cambio de nada. Ella es buena, boba, incluso, y ardiente: no puede evitar el efecto de los excesos de su cuerpo. Ella es una víctima de la naturaleza frondosa y apabullante. En ese microcosmos, aunque la simplificación kistch campea y gana la partida, Sarli se convierte en el centro visible de una época y en la forma audiovisual de un mito.
¿Qué es un ícono popular? ¿Cómo se convierte un personaje ingenuo en un fetiche? Estas preguntas forman parte de la historia de Isabel Sarli, una joven que se convirtió, por el favor del cine, en símbolo masivo del desparpajo y, para una generación, en motivo de devoción pornográfica. Digo pornográfica y no erótica. Es imprescindible revisar cómo se modifican, a propósito, los rasgos de lo que entendemos por pornografía y por erotismo en los diversos momentos del siglo XX y del siglo XXI. El tiempo, la historia, se ocuparon de cambiar el signo de esa “mujer fatal”: con los años su figura recibió variados juicios éticos y estéticos. De mujer réproba pasó a ser la razón de reivindicaciones audiovisuales y contraculturales, como la del excéntrico John Waters. Sarli es un ejemplo del río heraclíteo de los cambios estéticos: es decir, de los cambios en el gusto audiovisual en Argentina, ese curioso arroyo que fluye (como el agua sucia cerca del frigorífico) al lado de las transformaciones sociales. Y tal vez por eso Sarli encuentre en esos vaivenes un extraño esplendor como agente doble de lo kitsch y de lo camp.
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Fabián Soberón - Profesor de Teoría y Estética del Cine.