Por Mark Berlin
Lucia, bendita sea, era una rebelde y una mujer con un arte extraordinario, y en su día su vida era un baile. Ojalá pudiera contar todas sus anécdotas, como aquella vez que recogió a Smokey Robinson en la Avenida Central de Albuquerque, y lo llevó fumando un canuto al concierto que daba en el Tiki-Kai Lounge. Llegó tarde a casa, con restos de Chanel bajo el olor a humo y sudor. Fuimos a una danza sagrada en Santo Domingo, Nuevo México, por invitación de un anciano de la tribu. Uno de los bailarines se cayó y Lucia pensó que ella tuvo la culpa. Desgraciadamente, el pueblo entero pensó lo mismo, porque éramos los únicos forasteros. Durante años ese fue nuestro tótem de la mala suerte. En la familia, todos aprendimos a bailar en la playa, en los museos, en restaurantes y clubes como si fuéramos los dueños del lugar, en centros de desintoxicación y cárceles y galas de entregas de premios, con yonquis, chulos, príncipes e inocentes. El caso es que si intentara contar las peripecias de Lucia, incluso desde mi punto de vista (ya fuera o no objetivo), pasaría por realismo mágico. Nadie se creería esas movidas...
Mi madre escribía historias verdaderas; no necesariamente autobiográficas, pero por poco. Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido modelando, adornando y puliendo con el paso del tiempo, hasta el punto de que no siempre sé con certeza qué ocurrió en realidad. Lucia decía que eso no importaba: la historia es lo que cuenta.
* Prólogo de Una noche en el paraíso.