Por Ulises Rodríguez
PARA LA GACETA -CÓRDOBA
Si Astor Piazzolla fue la evolución en lo musical, el Polaco fue el que dijo el tango de otra manera, el que masticó cada palabra antes de largarla, el que le sacó la ficha a los poetas con extraordinaria capacidad expresiva, entonación perfecta y su marca registrada: el fraseo goyenechiano.
Su comienzo en el tango es digno de una aguafuerte porteña. La leyenda dice que, desde el volante de un colectivo de la línea 219, Roberto cantaba una madrugada de 1951 Mano a mano a toda voz. Uno de los pasajeros era el representante artístico de Horacio Salgán, Justo José Otero, que con buen olfato le ofreció una prueba en el conjunto del pianista.
Ese día el Polaco interpretó Alma de loca, que no alcanzó a terminar porque Salgán detuvo la música y le preguntó si tenía un traje negro. El “sí” tímido del cantor lo confirmó como la nueva voz de la orquesta.
Como los buenos jugadores, el Polaco era pretendido por otras orquestas y fue la camiseta de Aníbal Troilo la que sedujo al cantor en 1956. En los siete años que acompañó a Pichuco conoció los avatares y excesos de las interminables noches porteñas del Marabú y el Caño 14. Se compró su primera casa en Saavedra -dónde más, si no- y alcanzó el reconocimiento de sus pares y la consagración del público.
El año 1967 fue la explosión del cantor: orquestas, giras, bailes, televisión y grabaciones. Fueron varios los conjuntos que lo contaron en sus filas: Armando Pontier, Roberto Pansera, el trío Baffa-Berlingieri-Cabarcos, la Orquesta Típica Porteña, Astor Piazzolla, Atilio Stampone, Raúl Garello, el Sexteto Tango, Carlos Franzetti, José Luis Castiñeira de Dios, Osvaldo Pugliese, Julio Dávila, Héctor Marconi, entre otros.
Puertas adentro
Su hijo mayor, Roberto, fue quien acompañó al Polaco desde mediados de los 80 hasta sus últimos días. Como administrador y representante era el que conducía el auto camino a los shows, el que negociaba con los dueños de los locales y empresarios de la noche porteña.
Conocido por su identificación con Platense y por sus programas de radio, Robertito habla del Polaco de entrecasa, del padre, del mito del barrio de Saavedra.
“Como su laburo era de noche, él caía muy tarde a casa. Pero así y todo los domingos eran sagrados y se levantaba como fuera a comer las pastas que amasaba la vieja. Sus exigencias eran que la salsa fuera liviana y que estuviera colada: realmente, era el bebé de la casa”, rememora Roberto Goyeneche (h) durante el diálogo con LA GACETA.
Cuando se levantaba, el Polaco se encargaba de sus jilgueros. Les cambiaba el agua, el alimento, les limpiaba las jaulas, los escuchaba cantar y después se iba un rato al bar de San Quintín, que quedaba a unas cuadras de su casa.
“Me acuerdo que una noche él cantaba en el Teatro Alvear y a la hora del show caía una lluvia torrencial. Nosotros pasamos con el auto camino al teatro y me dice:
- ¿Qué hace toda esa gente ahí parada mojándose?
- Te vienen a ver a vos, papá -le contesto.
- Pero que se vayan a la casa, mirá el día que hace...
Él no tenía idea de lo que generaba”, recuerda Robertito.
Goyeneche tuvo la osadía de apropiarse -en el buen sentido- de tangos clásicos. Porque nunca más fue lo mismo escuchar La última curda con ese “ya sé no me digás tenés razón”; ni Garúa: “hasta los huesos calado y helado”, que eriza la piel del que lo siente.
“Empecé a tomar verdadera conciencia de lo que fue mi viejo el día que falleció. No entendía que tanta gente estuviera mal y menos podía creer la cantidad de personas que fueron al velatorio”, rememora su hijo.
El enfisema pulmonar que lo acompañaba desde hacía varios años, sumado a trastornos hepáticos, acabó con su vida el 27 de agosto de 1994. Pura coincidencia o capricho del destino, el mismo año en que a los argentinos nos cortaron las piernas también nos dejaron mudos con la muerte del Polaco.
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Ulises Rodríguez - Periodista cultural, crítico de cine.