La batalla por la preservación del mobiliario urbano es una suerte de Guerra de los Cien Años en Tucumán. En reiteradas ocasiones LA GACETA dio cuenta de las fortunas que gastan los municipios reparando o reponiendo el patrimonio de todos, pero lo importante en estos casos es no bajar los brazos, por más que el vandalismo y los robos sean enemigos difíciles -en apariencia imposibles- de vencer. En ese sentido vale destacar el prototipo de refugio instalada en Mate de Luna al 1.700, un regalo para quienes esperan el ómnibus en pleno parque Avellaneda. La idea es replicarlo en las amplias veredas de los espacios verdes, siempre y cuando los vecinos le den el visto bueno. No debería ser de otra manera.
¿Cuánto irá a durar?, se preguntan, con justificado escepticismo, los usuarios del servicio de transporte y los ocasionales transeúntes. Propuesto por un empresario, el concepto del refugio es ecosustentable y ecoamigable. Tiene plantas en el techo, cestos para separar los residuos (orgánicos e inorgánicos) y un panel de energía solar, con 12 horas de autonomía, destinado a dotarlo de iluminación durante la noche. La pared de vidrio laminado de seguridad permite la visión plena en todas las direcciones y no falta el mapa con el recorrido de las líneas de colectivos. Es funcional, bonito y encaja en el paisaje, tres condiciones imprescindibles cuando se habla de mobiliario urbano. Pero no es barato.
Viajar en ómnibus no es una experiencia placentera en la capital y en el Gran San Miguel de Tucumán, más allá de que algunas líneas se esfuerzan por prestar un servicio por encima de la media (que no supera la calificación de mediocre, cuando no mala). Aguardar los coches suele ser un calvario: bajo el rayo del sol o soportando la lluvia, a merced de los motochorros y por lo general durante interminables minutos. Proporcionarle un lugar cómodo y agradable para matizar esa espera es una caricia al ciudadano, por más que hasta aquí las experiencias no hayan resultado positivas: los refugios son pocos, cada vez menos, y se los ve en lamentables condiciones.
Los refugios de metal instalados por el municipio capitalino corrieron la peor de las suertes. Fueron vandalizados de punta a punta, sí, pero también es cierto que carecen de atractivos: el techito estrecho y en declive no cubre casi nada, el banco es de lo más incómodo y la estructura de verde no tiene nada. Nunca entraron en el gusto de los usuarios y es lo peor que puede pasarle a una pieza pensada para satisfacer una necesidad urbana. Esa también es una deuda social, no tan grave, pero que suma al malestar de una ciudad en la que no es fácil convivir.
La verdad es que a cuesta dar en la tecla porque los materiales son caros y hay momentos, como las horas pico, en los que los refugios no dan abasto. Por eso vale saludar esta experiencia piloto y acompañarla con un mensaje de aliento. Los módulos están proyectados para parques y plazas, habría que ver cómo calzarían en aceras más estrechas, como las del microcentro. En el futuro podría pensarse en dotarlos de pantallas que indiquen los horarios de circulación de los ómnibus y el tiempo de espera, como en muchas ciudades del mundo. Claro, nuevamente surge la espinosa cuestión de los robos. Un refugio dotado de elementos electrónicos, paneles solares y vidrios laminados luce como un apetitoso bocado para el ejército de desmanteladores de lo ajeno que patrulla las calles. Pero como quedó dicho al principio, se trata de una batalla por la calidad de vida que no puede dejar de librarse.