Floja de papeles, con apenas un tercio de aprobación legislativa, la senadora opositora Jeanine Áñez se autoproclamó presidenta de Bolivia tras la renuncia de Evo Morales y de su plana mayor. En tiempos de convulsión global, con Chile en llamas, Ecuador en suspenso, Panamá en vilo y Haití en caos, entre otros desbordes, el apuro por llenar el vacío de poder llevó a Áñez, vicepresidenta segunda del Senado, a asumir en forma interina el gobierno con una legitimidad dudosa. Acaso como la de la vicepresidenta de Perú, Mercedes Aráoz, tras la decisión del Congreso de suspender al presidente, Martín Vizcarra, resuelto a disolverlo.
Aráoz duró menos de 24 horas en el cargo. En el caso de Bolivia, como en el de Venezuela cuando Juan Guaidó se autoproclamó presidente encargado, el gobierno de Estados Unidos, al igual que el de Brasil y pocos más, se apresuró a reconocer a Áñez como presidenta. Morales, asilado en México tras las irregularidades con tono de fraude en las elecciones del 20 de octubre denunciadas por la Organización de los Estados Americanos (OEA) y el golpe atribuido a la sugerencia de renuncia del comandante en jefe de las fuerzas armadas, Williams Kaliman, depuesto por Áñez, y al motín policial en medio de la furia desatada en las calles, tildó de inconstitucional el procedimiento.
En la Asamblea Legislativa, encargada de formalizar la dimisión y el traspaso, no hubo quórum por una razón. De haberlo, el partido mayoritario, el Movimiento al Socialismo (MAS), de Morales, hubiera convalidado aquello de tilda de golpe cívico, político y policial, no militar. Un golpe después de un mazazo. El de 2016. Desde ese año, el 21 de cada mes figura en rojo en el calendario de Bolivia. No porque sea feriado, sino por el resultado no respetado del referéndum. La mayoría le bajó el pulgar a la virtual candidatura presidencial de Morales. La cuarta consecutiva desde que asumió el gobierno, en 2006.
En sus primeros años de gobierno, con los precios de las materias primas en alza, Morales fomentó los derechos de los indígenas y de los campesinos y atendió la desigualdad histórica de Bolivia. Les impuso mayores aportes a las compañías extranjeras de energía e invirtió recursos en la salud y en la educación. La pobreza extrema pasó del 38,2 por ciento en 2005 al 15,2 en 2018 y la moderada cayó del 60,6 por ciento al 36,4 por ciento en igual período, según el Instituto Nacional de Estadística. Una suerte de epopeya en un país postergado que no justifica el afán de ser reelegido en forma indefinida.
Morales batió un récord el 14 de agosto de 2018: 4.587 días en el gobierno. Superó el del extinto Víctor Paz Estenssoro, presidente entre 1952 y 1989 durante cuatro gestiones discontinuas. La reforma constitucional de 2009 contemplaba una reelección consecutiva. El referéndum de 2016 pretendía abrir la hendija de un nuevo mandato por medio de una enmienda constitucional. El resultado dijo una cosa, pero el Tribunal Constitucional Plurinacional interpretó otra. Suspendió los artículos de la Constitución que prohibían dos reelecciones continuas consecutivas.
Los 13 años y monedas de Morales en el Palacio Quemado alentaron las comparaciones con Angela Merkel, canciller de Alemania desde 2005, y con Franklin Delano Roosevelt, presidente de Estados Unidos desde 1933 hasta su muerte, en 1945. Morales, a los ojos de Donald Trump, estaba cerca de Venezuela y de Nicaragua, a cuyos regímenes amonestó con tono amenazante cuando celebró el desenlace en Bolivia. Fue el primero en hacerlo a pesar del prontuario de fraudes, golpes y viceversa nutrido por algunos de sus antecesores. Un aporte a la polarización. La interna y la externa. La global.