El crac político boliviano demuestra que el crecimiento económico se esfuma si carece de una institucionalidad vigorosa que lo soporte y proyecte más allá de un liderazgo circunstancial. Evo Morales pudo haber pasado a la historia como uno de los mejores presidentes de su país, quizá, como el mejor del pasado reciente. Esos laureles quedaron manchados para siempre por el caos en el que ingresó Bolivia a partir de las elecciones sospechadas de fraude, y la manera en la que el presidente dimitió e inició el asilo en México, un desenlace con participación y levantamientos militares que reedita el período más oscuro de Latinoamérica.
Dos decenas de muertos confirmados; centenares de heridos y una sociedad entregada a la violencia sumen a los bolivianos en incertidumbres muy dolorosas. Es un presente desgarrador si se considera que hasta hace poco tiempo ese país era citado como un ejemplo de crecimiento e integración en la región. ¿Aquello fue un espejismo de bienestar o llegó un punto donde el buen desempeño material dejó de compensar las insatisfacciones de otra naturaleza? En la coyuntura dramática de Bolivia late un modelo de frustración institucional muy arraigado en el continente, que se traduce en estallidos periódicos. El poder se desborda, y termina destruyendo sus mejores obras y rompiendo valores supremos.
¿Qué son los comicios cuestionados que dieron la victoria a Morales sino una consecuencia de la debilidad institucional existente en Bolivia? ¿Qué es la actuación de las Fuerzas Armadas que empujó al mandatario a dar un paso al costado y generó el vacío de poder sino otra consecuencia de aquella fragilidad? La institucionalidad raquítica explica estos excesos, los que los precedieron, y los que vendrán en todo tiempo y lugar. En ese contexto deviene indispensable pensar más allá de la calificación de golpe de Estado o de autogolpe. Toda interrupción democrática revela que fallaron los mecanismos preventivos que los pueblos han generado para contener, justamente, el empleo desenfrenado de la fuerza física y la tiranía. Esos diques son las instituciones y los principios republicanos.
Lamentablemente, las emociones, la desinformación y el aprovechamiento político de las catástrofes llevan a la dirigencia y a la ciudadanía a tomar posiciones superficiales, que impiden dar sentido al padecimiento colectivo. Desde la Antigüedad se sabe que los gobiernos que se extravían en sueños de eternidad desembocan, tarde o temprano, en caídas estruendosas. Por el contrario, aquellos países que han conseguido dotarse de los controles más sofisticados y consistentes logran la mayor prosperidad. Las autoridades olvidan, por ejemplo, que un sistema judicial creíble no sólo los incentiva a ejercer con rectitud sus funciones, sino que pacifica al pueblo.
En medio de la tristeza que provocan las escenas bélicas entre partidarios y detractores de Morales, se impone tomar nota de las acciones y de las omisiones, de las manipulaciones y de los avances institucionales indebidos que crearon el clima para esta fractura. Las masas ávidas de venganza y de destrucción de los que piensan diferente expresan el fracaso de los límites previos y el vaciamiento de los controles. Cada vez que un gobernante borra la división de los poderes y la independencia judicial, y da alas a la corrupción del Estado lo que hace, indefectiblemente, es dar pasos hacia un destino como el que hoy oprime a la población boliviana.