El escritor universal que dio la Argentina se ocupó de todo: también de pensar sobre la inmortalidad. El tema aparece siempre en la producción de Jorge Luis Borges, a veces de manera implícita y a veces expresamente, como en la ponencia titulada con aquella palabra que ofreció en la Universidad de Belgrano en junio de 1978 y que adquirió el estatus de ensayo en la compilación de sus clases publicada como “Borges oral” hace 40 años exactos. No es exagerado decir que lo inmortal es una de las sustancias eternas de la obra del máximo artista porque en esa exposición -luego texto- el autor ratifica su fe y su credo en que pase todo, pasen los nombres y los apellidos, pero queden los actos y las palabras con el significado que cargan desde el pasado infinito.
“Yo no quiero seguir siendo Jorge Luis Borges, yo quiero ser otra persona. Espero que mi muerte sea total: espero morir en cuerpo y alma”, dice el padre de “El Aleph” a sus alumnos y lectores. Y agrega: “tenemos muchos anhelos, entre ellos el de la vida, el de ser para siempre, pero también el de cesar, además del temor y su reverso: la esperanza. Todas esas cosas pueden cumplirse sin inmortalidad personal: no precisamos de ella. Yo, personalmente, no la deseo y le temo”.
Borges descree de la inmortalidad de las personas así como está convencido de lo que llama “la inmortalidad cósmica” que procede de la voluntad de eternidad de la inteligencia. Esta radica en un seguir viviendo en los otros y en que los otros sigan viviendo en nosotros aun cuando carezcan de una identidad definida porque el tiempo la ha borrado o porque nunca la han tenido, como el inventor de la frase “a Fulano de Tal, mejor perderlo que encontrarlo”. “Cada uno de nosotros colabora, de un modo u otro, en este mundo. Cada uno de nosotros quiere que este mundo sea mejor y si el mundo realmente mejora, eterna esperanza, si la patria se salva (¿por qué no habrá de salvarse la patria?), nosotros seremos inmortales en esa salvación, no importa que se sepan nuestros nombres o no”, sugiere.
Para Borges lo importante es la inmortalidad a secas, sin padres ni madres ni nombres conocidos. “Esa inmortalidad se logra en las obras, en la memoria que uno deja en los otros”, explica. Y ejemplifica que cada vez que alguien repite “a Fulano de Tal, mejor perderlo que encontrarlo” es ese ser anónimo que jugó por primera vez con los términos “perder” y “encontrar” así como cada vez que alguien quiere a un enemigo, aparece la inmortalidad de Cristo: “en ese momento él es Cristo. Cada vez que repetimos un verso de Dante o de Shakespeare, somos, de algún modo, aquel instante en el que Dante o Shakespeare crearon ese verso. En fin, la inmortalidad está en la memoria de los otros y en la obra que dejamos”.
Recuerda Borges que él mismo estudió la poesía anglosajona: memorizó los poemas, pero olvidó la identidad de los creadores. “¿Qué importa eso? ¿Qué importa si yo, al repetir los poemas del Siglo IX, estoy sintiendo algo que alguien sintió en ese siglo? Él está viviendo en mí en ese momento, yo no soy ese muerto. Cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto antes. No sólo lo de nuestra sangre”, precisa.
La música y el lenguaje se inscriben en esa continuidad. “Yo estoy usando la lengua castellana. ¿Cuántos muertos castellanos están viviendo en mí? No importa mi opinión ni mi juicio, y no importan los nombres del pasado si permanentemente estamos ayudando al porvenir del mundo, a la inmortalidad, a nuestra inmortalidad”, reflexiona. Borges plantea que la muerte corporal no mata los actos ni las obras ni las actitudes, sino que estas perduran en los sobrevivientes. “Creo en la inmortalidad cósmica”, expresa el sabio para sí y para quienes en este momento están cumpliendo su profecía mediante la lectura de estas líneas. Justo y necesario es recordar la invitación a la eternidad de Borges en el epílogo de este 2019 en el que celebramos los 120 años de su nacimiento.