NOVELA

LA SOMBRA DEL VIENTO

CARLOS RUIZ ZAFÓN

(Planeta – Buenos Aires)

En 2001, estando en Mar del Plata, un librero me recomendó La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón. Confieso ser una lectora omnívora, y reconozco que el libro me produjo un placer inmediato y me amarró desde las primeras líneas. A lo largo de más de doscientas páginas se mezclan todo tipo de fórmulas de géneros masivos: melodrama, aventuras, policial, relato de aprendizaje, con un sabroso agregado: el héroe se movía en una gótica Barcelona, compuesta por lectores, escritores y libros... y casas viejas llenas de tesoros.

En el comienzo, como símil de la biblioteca de Borges y custodiado por el fiel Isaac, un “Cementerio de Libros Olvidados”. El joven Daniel Sempere encuentra allí La sombra del viento, de Julián Carax. Antes, como si lo presintiera, el padre, un sabio y viejo librero, le advierte: “Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que ves aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos tienen a nosotros, Daniel. ¿Crees que vas a poder guardar este secreto?”.

A primera vista una defensa de la lectura en un mundo hostil, la España del franquismo, con reflexiones, casi excesivas, sobre el futuro de los libros. La fascinación del lector se sostiene menos en la descuidada narración, llena de galicismos y según la cual Bogotá es la capital de Venezuela, que en el “flujo”, casi en un sentido televisivo, de los acontecimientos, que no dejan casi detenerse. La ficción está concebida casi góticamente en términos de luces y sombras en una ciudad prodigiosa en las primeras décadas del siglo XX.

© LA GACETA

Carmen Perilli

La sombra del viento *

Por Carlos Ruiz Zafón

Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido.
-Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie -advirtió mi padre-. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
-¿Ni siquiera a mamá? -inquirí yo, a media voz.
Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.
-Claro que sí -respondió cabizbajo-. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo. Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi madre. La enterramos en Montjuïc el día de mi quinto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz para responderme. Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí todavía un espejismo, un silencio a gritos que aún no había aprendido a acallar con palabras. Mi padre y yo vivíamos en un pequeño piso de la calle Santa Ana, junto a la plaza de la iglesia. El piso estaba situado justo encima de la librería especializada en ediciones de coleccionista y libros usados heredada de mi abuelo, un bazar encantado que mi padre confiaba en que algún día pasaría a mis manos. Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos. De niño aprendí a conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de mi habitación las incidencias de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día... No podía oír su voz o sentir su tacto, pero su luz y su calor ardían en cada rincón de aquella casa y yo, con la fe de los que todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos, creía que si cerraba los ojos y le hablaba, ella podría oírme desde donde estuviese. A veces, mi padre me escuchaba desde el comedor y lloraba a escondidas.

* Fragmento.