Los ojos corzuela parpadean un sentimiento. Un gesto que brota desde las entrañas. Sonríen. Lloran. Dialogan con la soledad. La ternura. El silencio. La mirada se cuela por las hendijas del dolor. De la desesperación. Por los ojales del amor. De la pasión. Los personajes circulan a su antojo por su alma. Se adueñan de ella. La sacuden. La amordazan. La liberan. El teatro respira en sus poros. Por esos ojos payasescos reverbera la tragicomedia de la vida. Ahora, un suspiro de tango se abroquela en la madrugada. Una travesura cinematográfica la hace pasear por el Festival de Cannes. “Merecer la vida es erguirse vertical más allá del mal de las caídas. Es igual que darle a la verdad y a nuestra propia libertad la bienvenida…”, canta. “El teatro fue mi compañero de juegos, el hermano de mi edad, el espacio donde con una pollera larga tapaba mis diferencias. Desde pequeña, ya organizaba los domingos después del almuerzo, representaciones para mis padres, hermanos y tíos”, evoca Teresita Terraf, una de las destacadas actrices de la escena tucumana, que ha incursionado también en el cine y en el tango como cantante.
- ¿Se respiraban aires culturales en el hogar?
- Mi familia influyó desde lo musical y en mi debilidad por las artes plásticas. Mi madre y mi hermana eran profesoras de piano. Uno de mis tíos, era cantante, y otro, Fued Amin, artista plástico. Pasaba horas viéndolo pintar en su taller al que no entraba nadie más, privilegio que guardo en mi corazón. El teatro fue algo muy mío. Tener tantos años de diferencia con mis hermanos, me convirtió en una especie de hija única. Esto sumado a mi condición física, hacían que mis días transcurrieran en soledad. Todo era una invitación para imaginarme personajes, heroínas y situaciones que por supuesto protagonizaba.
- ¿Qué maestros te mostraron un camino en el Conservatorio Provincial?
- En primer lugar, Hugo Gramajo. Sin su respaldo, a los seis meses me habrían sacado del Conservatorio. El director creyó conveniente no darme ilusiones ya que, entendía, no tenía futuro en la actividad por mi problema físico. Hugo rogó que me permitieran seguir, insistiendo que era su mejor alumna. Años más tarde, Bernardo Roitman, quien había querido apartarme de la carrera, me compartiría este hecho y la encendida defensa de mi maestro. Bernardo terminó premiándome con mi primer protagónico y continuaría dirigiéndome en otras producciones. También Cástulo Guerra. Era nuestro profesor pero lo podíamos ver en el escenario. ¡Solo verlo era una lección! ¡Angelado actor! Todos queríamos salir a escena y tener “eso” que tenía Cástulo.
- Parece que no resultó fácil tu ingreso al Teatro Estable… ¿cómo viviste el ambiente intelectual de los 70?
- Fui contratada por el Teatro Estable muy chica. Esto fue un acontecimiento y una batalla por lo sobreprotegida que era. Mi familia, que otrora había celebrado mis “ocurrencias dramáticas”, nunca pensó que llegaría a trabajar como actriz. Tenían una mirada reprobatoria de esta incursión mía a nivel profesional y se manifestaban temerosos que las actividades se desarrollaran de noche. Años después entendería los motivos y cobraría conciencia de lo que nos pasaba como sociedad. Como contrapartida, compartir noche a noche con actores consagrados de la escena tucumana a los que se sumaban escenógrafos, poetas, intelectuales, que se acercaban convocados por la figura del director, ir después de los ensayos todos juntos a cenar al legendario Maxim’s, era participar de una escuela única que atesoro en mi memoria y que posibilitó luego, mi propia construcción.
- ¿Qué recuerdos tenés de los comienzos actorales? ¿Incursionaste también en grupos independientes?
- Debuté en “Atavismo”, de Lauro Campos. Era la puesta en escena del Premio de la Tercera Bienal de Teatro. Venía el autor a ver su obra representada y nosotros, además, rendíamos para recibirnos. Tenía el papel protagónico, Mercedes, la madre, cabeza de una familia, donde los secretos y el autoritarismo habían creado un universo lleno de atajos atávicos que el espectador iría descubriendo con el debido suspenso. En esa obra, hacía mi primera entrada portando una bandeja con copas y cubiertos para completar una mesa que en el escenario aparecía a medio tender. Esperando que se abriera el telón del Teatro San Martín, la bandeja que sostenía sonaba como castañuelas por la manera que temblaban mis piernas y mis brazos. El querido Pilo, jefe de escenario del teatro, se acercó, tomó mi brazo y me dijo con esa voz con la que se habla en los teatros cuando solo falta que se abra el telón y comience la magia: “todo va a salir muy bien. Confíe en alguien que ha visto mucho teatro”. Y tenía razón, todo salió muy bien. Aún hoy me emociona recordar el abrazo y las palabras del autor cuando me saludó al finalizar el estreno… Esa obra nos posibilitó formar nuestro primer grupo independiente: el Teatro Popular del Norte. Integré, entre otros, los grupos La Manzana Azul, Esperpentos, Teatro del Centro, Integración, Mandrágora, PrÓpera y los que personalmente dirijo, el Teatro Tucumano de Cámara y Tx4.
- ¿En qué año ingresás al Teatro Estable? ¿Qué papel hiciste en “La alondra”? ¿Qué te enseñaron directores como Petraglia o Wolf?
- En 1974, seleccionada primero por Jorge Petraglia y luego por Federico Wolf, dos gigantes de la escena nacional. En “La alondra”, de Jean Anouhil, dirigida por Petraglia, representé a la madre. Con él aprendí a valorar la esencia del personaje; a imprimir la dulzura y calidez que requería esa mamá campesina, inocente, candorosa, sin “componer”. Me hizo trabajar desde mi propia juventud -era apenas una adolescente- a pesar que debía ser la madre de una actriz notablemente mayor que yo. Wolf me dirigió en “La Ronda”, de Arthur Schnitzler. Hacía de una jovencita que fingía enamorarse para poder comer. Con Federico aprendí a tener libertad de crear en el escenario y el permiso de seguir haciéndolo después del estreno. Con ellos continué una amistad que se mantuvo por años hasta que partieron a esa gira que algún día nos reencontrará.
- ¿Qué gravitación tuvo en tu vida actoral Carlos Olivera, que te dirigió en muchas puestas?
- Carlos me ayudó a construir mi seguridad en el escenario. Su mirada, su ratificación al darme personajes tan diversos -desde niñas hasta ancianas-, fueron el andamiaje sobre el que pude construirme como actriz profesional. Elegirme era toda una transgresión por los cánones preestablecidos para una primera actriz. Con él conocí escenarios de distintas partes del país. Con la obra “El locutorio”, en la que solo trabajábamos él y yo, ganamos la Fiesta del Teatro; recorrimos el país participando en numerosos festivales además de abrir la Feria Internacional del Libro en Buenos Aires, que en 1989 estuvo dedicada al teatro. Con “Mi bella dama”, obra icónica del teatro tucumano, hicimos temporadas en la provincia, en Córdoba y en Buenos Aires. Le estaré siempre agradecida.
- ¿Cómo componés un personaje? Comedia o drama, ¿en cuál género te sentís mejor expresada?
- Creo que el personaje traza la ruta. Voy a tientas hasta encontrar alguna luz. A veces es la emoción surgida en una escena; una particularidad conseguida en la voz, un gesto… Otras, algún fantasma dormido que despierta y desde el propio yo se pone al servicio de ese “otro” a construir. Es la paradoja de reparar en el propio cuerpo y descubrir espacios, rasgos que antes no habías advertido y que pueden significar en esa otredad que será tu creación. Me enamoran todos los géneros. Creo que el teatro vino conmigo, lo traigo puesto en todas sus versiones. Disfruto ese ejercicio de fe poética, ese interrumpir por un par de horas la incredulidad sin importar sea drama o comedia. Es la posibilidad de convertirme, al decir de Enrique Buenaventura, en “un alfabetizador de percepciones” y establecer un vínculo con el público a través de la risa, de alguna lágrima o consiguiendo una reflexión.
- ¿Tuviste alguna vez un lapsus en escena?
- No. ¡Gran tema! Tiene que ver con mi historia personal. En escena estaba pendiente de Pedro (Sánchez), quien fue mi pareja y con quien estudié toda la carrera. Fuimos compañeros en muchas producciones. ¡Enorme actor! Pero con tal resistencia a fijar la letra que era capaz de improvisar hasta en versos isabelinos. Sufría tanto al verlo ingresar en esos “jardines” que para estar preparada y asistirlo, aprendía la letra de los dos. Esto comenzó cuando fuimos la pareja de reyes en la obra de Shakespeare que no se dice el nombre. Quedé tan aterrada de verlo transpirar hasta encontrar el hilo nuevamente, que ejercí un rigor en el aprendizaje de la letra que terminó siendo un beneficio.
- ¿Cuál fue tu papel más difícil?
- Todos lo fueron. Todos lo son. Hasta que se abre el telón.
- ¿Cómo llega el dos por cuatro a tu vida?
- Por Fued. Organizó una cena a la que fue quien luego sería mi maestro y amigo entrañable: Gerardus van Mameren. Sobre los postres, me pidió que cantara. A la semana, Gerardus me habló para decirme que había escrito un espectáculo y que se llamaría “Teresita es Tango”. Luego me presentó al gran compañero de cada espectáculo que hice: mi querido Miguelito Ruiz. Cuando emocionada conté a mi familia el nuevo proyecto, mi hermano, preocupado, manifestó: “Por supuesto, te vas a cambiar el apellido, ¿no?”. No me lo cambié y él terminó yendo a los numerosos espectáculos que ofrecimos.
- ¿De qué te habla el tango?
- De los afectos, de la precariedad, de la carencia. Como contrapartida, me regaló los viajes, los amigos y una profesión que llevo conmigo en una pequeña maleta.
- Hacer cine requiere otra técnica actoral. ¿Cómo resultó tu incursión cinematográfica?
- Mario Cañazares buscaba a quienes interpretarían los personajes de su siguiente producción cinematográfica, viendo obras por el Noroeste. Fue al teatro, me esperó al finalizar la función y me preguntó si podía hacerme una prueba para el protagónico femenino de la película “El hombre de arena”, que comenzaría a filmar también con la participación de Ana María Picchio y Antonio Grimau. Ese fue el comienzo de una experiencia enternecedora. Desde vivir en Salta con Ana María hasta ver mi nombre en la calle Corrientes de Buenos Aires, en la puerta del cine al llegar al estreno… las críticas de todo el país, los premios, los afectos que quedaron, todo me conectó con un mundo nuevo y una variable profesional que me permitió llegar en 2018 al mayor espacio dedicado al cine, el Festival de Cannes, con “La ausencia de Juana”, de Pedro Ponce Uda. Un verdadero sueño, hecho realidad.
- ¿Algún papel que te gustaría hacer y que represente un desafío?
- Medea. Es la tragedia de la femineidad ideal. Según Lacan, Medea es la verdadera mujer. Bucear en esa mirada me inspira e inquieta.
- ¿Qué es el teatro?
- El ámbito que elegí para comunicar. El espacio que de Patito Feo me convirtió en Cisne. El lugar donde los dolores toman vacaciones y se interrumpe la incredulidad.
- ¿Qué monólogo o tango elegirías en tu despedida?
- “Honrar la vida”, de Eladia Blázquez. Ya que no admite ensayos, se impone honrarla.