La segunda ola de coronavirus en nuestra provincia era previsible, lo decían los especialistas y la historia de las pandemias. ¿La podríamos haber evitado? ¿Estamos a tiempo de frenarla?
El fenómeno llama la atención, nos inquieta, pero lejos está de la sorpresa y de la conmoción que sentíamos diez meses atrás cuando el virus llegaba y se expandía como un enemigo desconocido. “Esperamos una segunda ola”. “Que aumenten los casos es normal”.
Estas sentencias fueron pronunciadas por médicos y funcionarios antes de las fiestas de fin de año y sin embargo, muchos decidieron relajarse. Algunos especialistas, de hecho, niegan que exista “segunda ola” porque indican que la primera nunca terminó. A diferencia de Europa, en todo el territorio argentino nunca dejaron de haber casos todos los días.
Si algo nos enseñó el 2020 es que vivimos en un mundo más complejo de lo que imaginábamos. Quizás el desafío de este 2021 es pensar si somos capaces no solo de entender dicha complejidad, sino también de actuar en consecuencia, pues el caos y la incertidumbre no son condiciones recientes. El siglo XX, “corto y violento” como lo definió el historiador británico Eric Hobsbawm, estuvo marcado por la idea de un inminente final para la humanidad. Sin embargo, fue el siglo de las vacunas y de la idea de que la vida también podía ser controlada por el humano. Clonación, genética, energía nuclear, avances que hacen del “big data” un aporte por ahora embrionario.
Ahora bien, el crecimiento de la ciencia, la razón y la expansión de las fronteras del humano no están exentas de accidentes. En 1979, Charles Perrow, experto estadounidense en la industria de la seguridad, acuñó el término de “accidente normal” para referirse al incidente nuclear de Three Mile Island, en Pensilvania, EEUU, cuando todavía faltaban siete años para la explosión de Chernóbil.
Según Perrow, este tipo de eventos son inherentes a un sistema hipercomplejo en funcionamiento. No son consecuencias de una guerra ni del accionar intencional de una persona. Simplemente ocurren porque existe un sistema que se ha desarrollado de forma tal que dichos eventos son contingentes.
En marzo del año pasado, cuando recién nos desayunábamos con las medidas de confinamiento global, la investigadora del CONICET, Flavia Costa, propuso pensar la pandemia del coronavirus como un “accidente normal”, es decir, como un evento que era esperable dadas las condiciones de conectividad y expansión de la actividad humana. Evento vertiginoso comparable con la caída de las Torres Gemelas y que cambia la escena global de un momento a otro y por generaciones.
En el mismo sentido de Perrow, la doctora en Ciencias Sociales aseguró que si bien los “accidentes normales” son inevitables, también son previsibles, y es posible “reducir considerablemente los riesgos si se toma en serio el hecho de estar habitando el mundo que efectivamente tenemos hoy ante, o con, nosotros”.
La pandemia nos pudo haber sorprendido cuando en realidad ya muchos esperaban un evento de tal envergadura. Pero una segunda ola, anunciada y repetida hasta el hartazgo como una publicidad, fue ignorada. Los casos aumentan en medio eventos de verano, fiestas clandestinas y por una complicidad entre actuantes y autoridades de la que nadie quiere hacerse cargo.
Los accidentes pueden ser “normales”, pero en el medio está la vida de los seres que más queremos. Hacia adelante tenemos un futuro y la manera de transitarlo sólo depende de nosotros, si a partir de saltos gigantes pero inciertos o bien con pasos de bebés, inestables pero uno más seguro que el anterior.