En lo que va de 2021, dos cosas han ocurrido en simultáneo. Ha comenzado la temporada de vacaciones y, a la vez, la mayoría de los infectados con coronavirus en Tucumán son jóvenes de entre 20 a 35 años. De acuerdo con la información brindada a LA GACETA por el secretario Médico Ejecutivo del Siprosa, Luis Medina Ruiz, este grupo etario es el más reacio a respetar las restricciones dispuestas por el Estado para luchar contra la pandemia y, también, el que se despreocupa por contraer la covid-19 porque asume que sólo se contagiará y que no padecerá mayores secuelas.
Sin embargo, alertó el funcionario, los adultos mayores son quienes padecen las consecuencias más graves.
Precisamente, desde el punto de vista del Estado, una clave para que funcione la política sanitaria contra el coronavirus consiste en que haya acatamiento de sus normas. Desde el punto de vista humano es más simple y más profundo: la solidaridad es indispensable para que haya menos muertos. Y esos muertos, estadísticamente, suelen ser los mayores de 60.
El derecho de los adultos mayores a una vida digna, protegida por la Ley y garantizada por el Estado, es un derecho de la modernidad. Claro que se dirá que en la Antigüedad numerosas sociedades y culturas tenían, inclusive, gerontocracias. Pero la consagración en las normas de instituciones y de mecanismos consagrados a garantizar una ancianidad en paz, después de una vida de trabajo fuera del hogar, o dentro de él, es una conquista absolutamente contemporánea. Y su universalización es todavía más reciente: data, apenas, de mediados del siglo XX.
Es con el Estado de Bienestar, surgido tras la matanza industrial de seres humanos durante las dos guerras mundiales, que se legisla en el ámbito del trabajo para proteger a las personas de tres comunes casos de toda suerte humana: se iba a seguir cobrando una remuneración en casos de enfermedad, de accidente o, nada menos, de vejez. Llegar a la tercera edad es causal de rescisión del contrato laboral y, también, el momento para gozar de un jubileo: tras una vida de trabajo, se ganará una jubilación.
El surgimiento de la seguridad social da cuenta de dos cuestiones: que aumentó la expectativa de vida en la población y que la causa de ello es el éxito de las políticas de salud pública, generación tras generación.
De modo que poner en peligro la salud de los mayores, desde un punto de vista histórico, es atentatorio no sólo contra un derecho humano, sino contra una conquista de la civilización occidental. Desde una perspectiva del presente, obrar rectamente, conforme las reglas y por el bien de los demás, nos hace humanos. No sólo desde la ética y la moral, sino esencialmente desde el hecho de que nos permite vivir en sociedad: sólo los Dioses pueden vivir en soledad. Ellos y las bestias, advirtió Aristóteles en “Política”.
La necesidad de una consciencia que piense fundamentalmente en nuestros mayores es una deuda de este momento de la historia. Hace dos domingos, en LA GACETA, el filósofo Santiago Garmendia reclamó modificar el apotegma “demasiado jóvenes para morir” por el de “demasiado viejos para morir”. Y advirtió que no poder pensar con esa lógica demuestra que hemos construido una sociedad donde no hay lugar para los viejos. Que no son otros sino nuestros padres. A los jóvenes les cabe también esa responsabilidad. Y sobre todo, esa conciencia. En definitiva, ellos son los viejos por venir.