La capital tucumana fue calificada el año pasado como la ciudad con peor calidad de vida de entre las 24 cabeceras argentinas -23 provincias más la Ciudad Autónoma de Buenos Aires-, según un amplio relevamiento realizado a nivel nacional. En la muestra de más de 12.000 casos, llevada a cabo por la consultora IPD (Innovación, Política y Desarrollo) se tuvieron en cuenta catorce variables, entre ellas: contaminación, costo de vida, empleo, vivienda, transporte, infraestructura, conectividad, seguridad, medio ambiente, higiene, deportes, educación, cultura y si le gusta vivir en su ciudad.
Entre las respuestas negativas que se destacaron primaron las quejas de los ciudadanos respecto de los malos olores que envuelven al área metropolitana tucumana, causados principalmente por los cientos de basurales a cielo abierto desparramados por la urbe, la falta de higiene generalizada, los derrames cloacales que asfixian a toda la ciudad y los vahos nauseabundos que se desprenden de la fermentación de la vinaza, uno de los desechos que genera la producción de alcohol a partir de la caña de azúcar.
En algunos casos, la responsabilidad es compartida entre la población indiferente y mal educada, un gobierno provincial ineficaz y los municipios ineficientes, como ocurre con la falta de higiene y los basurales sin control.
En otros casos, la ausencia del Estado es alarmante y allí ninguna responsabilidad le cabe a la comunidad, como sucede con las cloacas explotadas en todas las esquinas y los ríos de aguas servidas, y con el irresponsable tratamiento que le dan los ingenios a la maloliente vinaza.
Hasta hace una década, aproximadamente, este derivado de la producción del alcohol, entre muchos otros desechos industriales, se arrojaban directamente a los ríos, lo que provocó que la Cuenca Salí-Dulce llegara a ser, como sigue siendo hoy, la segunda más contaminada de la Argentina, según informes del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible de la Nación. Tras varios juicios, multas y sanciones, desde 2012 comenzó a disminuir el volcado de vinaza a los cursos de agua y empezó a emplearse para regar campos de caña o para realizar compostajes.
El problema es que cuando la vinaza fermenta, y bajo ciertas condiciones climáticas, el aire en la provincia se torna irrespirable.
Los tucumanos llevamos años de promesas oficiales respecto de que esta contaminación atmosférica estaba en vías de solucionarse, mediante diferentes tratamientos industriales. Lejos de remediarse, a medida que aumenta la producción de alcohol para biocombustibles este flagelo se agrava cada año. Incluso, la vicepresidenta del Ente de Turismo, una de las oficinas que más debería preocuparse por la calidad ambiental, llegó a justificar estos olores nauseabundos, con el argumento de que forman parte de la idiosincrasia de la industria madre de los tucumanos, que es la producción azucarera.
Un razonamiento que hubiera encontrado cierto asidero a fines del Siglo XIX. Punto de vista que resulta insólito en la actualidad, cuando la economía de la provincia, según el Ministerio de Economía, depende un 66% de las actividades terciarias o de servicios, mientras que las actividades primarias o extractivas, y las secundarias o industriales representan el 10% y el 24%, respectivamente.
Es decir, si es por su gravitación dentro del producto bruto interno, el sector de servicios hoy es la verdadera “industria madre” de la provincia. Al margen de este dato, no menos importante, no es un problema meramente económico sino que afecta a la salud de la población y a la maltratada calidad del medio ambiente provincial.
A demasiados organismos oficiales les compete solucionar este drama ambiental, desde el gobernador hasta la Secretaría de Medio Ambiente, la Subsecretaría de Protección Ambiental, la Dirección de Medio Ambiente, la Policía Ecológica, la Secretaría de Derechos Humanos, la Defensoría del Pueblo, la Comisión Ambiental de la Legislatura, además de fiscales y jueces.