Corría 1844 y el bloqueo ejercido por las flotas de Inglaterra y de Francia angustiaba a Buenos Aires. Faltaba de todo en la ciudad, pero un tema en particular preocupaba al Gobierno de Juan Manuel de Rosas. Sin dosis de la vacuna disponibles, la posibilidad de un brote de viruela era cercano y temible. ¿Qué hacer? Rosas acudió al doctor Francisco Muñiz en procura de una solución y se hizo la luz. Muñiz viajó de Luján a Buenos Aires con su hijita, que todavía no había cumplido un año y estaba recién vacunada. A partir de la sangre de la bebé se armó la cadena de inoculaciones y así se canceló el riesgo de una epidemia que, en pleno bloqueo, hubiera sido devastadora. De la muerte de Muñiz, uno de los padres de la ciencia argentina, se cumplen hoy 150 años.
Hablar de Muñiz es hablar de vacunas. Además de médico, investigador, naturalista y paleontólogo, Muñiz fue educador cuando el grueso de la población no estaba alfabetizada. Explicó, con paciencia y pasión, por qué era necesario vacunarse; convenció a infinidad de escépticos y salvó tantas vidas como vacunas antivariólicas se aplicaron a partir de su gestión. Tenía 74 años cuando se desató la epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires, en 1871. Y allá fue, al socorro de los enfermos, en el campo de batalla. Murió tras contagiarse en pleno servicio. El Hospital de Enfermedades Infecciosas más antiguo de América Latina, un clásico del porteño barrio de Parque Patricios, lleva el nombre de Muñiz. Un tributo merecido, aunque escaso, tratándose de una figura que hizo por la Argentina mucho más que numerosos homenajeados en calles, plazas y avenidas.
La historia de Muñiz no deja de resonar en la actualidad y va más allá de su condición de adalid en las incipientes campañas de vacunación del siglo XIX. Pasó su vida vinculado a la salud pública, curando heridos en las campañas militares y combatiendo epidemias -como la de escarlatina de 1836-, siempre listo para responder a los pedidos de auxilio. Cuando los períodos de agitación le daban un respiro liberaba la veta investigativa en su querido Luján, donde intercambió saberes con Charles Darwin. Pero el destino de Muñiz estaba signado por la entrega, la vocación y el patriotismo, aún a sabiendas de que lo llamaban y colmaban de honores cuando la emergencia apretaba a los gobernantes de turno. Después, al retornar la calma, su presencia -como la de tantos colegas- dejaba de considerarse esencial.
Es un año de aniversarios redondos tratándose de figuras de nuestra salud pública. Que esas fechas coincidan con la pandemia resulta una mezcla de casualidad y justicia poética, tanto en la figura de Muñiz como en la de Carlos Malbrán, de cuya muerte se cumplirán 80 años en agosto. Puede que la crisis sanitaria sirva para aprender sobre ellos, para rescatar su recuerdo más allá de los círculos académicos y, sobre todo, para aprender de su legado.
Desde el año pasado los argentinos nos acostumbramos a escuchar sobre “el Malbrán” y muchos descubrieron así que se trata del instituto de referencia para el diagnóstico, tratamiento y profilaxis de enfermedades infectocontagiosas en nuestro país. Todo lo que se investiga sobre el coronavirus y el conocimiento que allí se produce, en “el Malbrán”, mueve la aguja de la pandemia.
La vida de Muñiz y la de Malbrán se entrelazan a partir de la epidemia de fiebre amarilla. Luchando contra ella murió Muñiz y de ese drama sanitario surgió la necesidad de neutralizar la amenaza bacteriológica creando un instituto de investigación. Malbrán fue el alma mater de ese proyecto, que pasó por distintas etapas hasta llegar hoy al prestigioso e irreprochable Instituto Nacional de Microbiología. Bautizado, precisamente, con el nombre de quien empeñó sus mejores años para convertirlo en un establecimiento modelo.
Muñiz, el catamarqueño Malbrán, el santiagueño Ramón Carrillo (de cuya muerte se cumplirán en diciembre 65 años, otro aniversario redondo) y tantos otros marcaron un camino en la salud pública que encuentra hoy a sus herederos en la trinchera. Para esto sirve también la historia, tantas veces ignorada.