Richard Wilbur (1921-2017), poeta estadounidense, recibió -entre muchos otros premios- el título de Poet Laureate en 1967, en mérito a su producción poética. Tradujo además al inglés a autores de habla francesa y portuguesa.                    

El poema (publicado en The Mind-Reader, de 1976), cuya traducción en español me pertenece, sin duda relata un episodio real en el que el hablante coloca a la experiencia de la paternidad como rectora de la situación, subrayando el tono realista de la inspiración de Wilbur, rasgo que predomina en su vasta, exitosa obra.

La voz del padre narra una anécdota impregnada de una discreta emoción: la hija ha iniciado un periplo que deberá recorrer para llegar a la madurez, y la voz poética del padre introduce el campo semántico apropiado: un viaje, un viaje por mar: “la proa” de la casa. El tecleo de la máquina es el ruido de la cadena del ancla al elevarse por la borda, lista ya la pesada carga que la nave habrá de transportar. El padre, escritor, sabe que es ella quien debe enfrentar la travesía, tal como aquel estornino que, aprisionado en esa misma habitación, lograra su libertad. Y el destino se cumplió: Ellen D. Wilbur (1943) está considerada actualmente como una notable cultora de la ficción breve.  

© LA GACETA  

La escritora

En su cuarto, en la proa de la casa,

donde irrumpe la luz y el tilo se abate en las ventanas,

mi hija escribe un relato.

Me detengo en la escalera,

escuchando, tras la puerta cerrada, una conmoción de teclas

como si una cadena fuera izada por la borda.

Joven como es, las cosas

de su vida son una gran carga, en parte, pesada:

le deseo un feliz viaje.

Pero ahora es ella quien hace una pausa,

como si rechazara la simpleza de mi idea.

Se agranda una quietud, en la cual

la casa entera parece estar pensando

y luego ella prosigue con un clamor enrevesado

de las teclas, y hace silencio de nuevo.

Recuerdo el estornino aturdido

que estuvo prisionero en ese mismo cuarto dos años atrás;

cómo entramos, sigilosos, y abrimos un postigo

y nos retiramos, para no causarle miedo;

y cómo, por una hora de impotencia, desde una rajadura de la puerta,

observamos esa suave, salvaje, oscura

e iridiscente criatura

golpear contra ese brillo, caerse como un guante

sobre el duro suelo o sobre el escritorio,

y esperar entonces, encorvado y sangriento,

la cordura para intentar una vez más; y cómo nuestro ánimo

creció cuando, seguro de repente,

se lanzó desde el respaldo de una silla,

aleteando su rumbo hacia la ventana correcta

y perdiéndose en el alféizar del mundo.

Siempre es una cuestión, querida,

de vida o muerte, como yo ya había olvidado. Te deseo

lo que ya te dije antes, pero más.