CRÓNICA
EL PARTIDO
ANDRÉS BURGO
(Tusquets - Buenos Aires)

La talentosa escritora y comediante Fran Lebowitz dice que no comprende a los aficionados a los espectáculos deportivos porque se trata de eventos condenados al olvido: “¿Quién ve un partido viejo cuando ya conoce el resultado? Pierde todo el sentido.” Esto último puede ser cierto para la inmensa mayoría de los casos -como para casi toda actividad humana- pero hay un conjunto de momentos que se pueden ver una y otra vez con renovado deleite. ¿Hay en ese conjunto una cumbre máxima del deporte a nivel mundial? ¿Alguna equivalente a una gran obra de arte? No es fácil lograr consensos absolutos a la hora de la elección. Algunos antepondrán la perfección en la ejecución, otros la intensidad del duelo entre rivales. Y habrá quienes privilegien la emotividad o el carácter simbólico de la competencia. Aparecerán, así, nombres como el de Jesse Owens ganando sus medallas de oro ante la mirada desconcertada de Hitler o -su reverso- la imagen del capitán del seleccionado sudafricano de rugby levantando la copa mundial ante la mirada feliz de Mandela. En otro plano, el duelo Ali-Foreman de Kinshasa en 1974 o el de Nadal-Federer en la final de Wimbledon 2008. Y en el campo del esplendor técnico y estético, el primer 10 de Nadia Comaneci en las olimpiadas de Montreal en 1976, el vuelo de Michael Jordan en la competencia de volcadas del All Star 1988 o los 9,58 segundos de Usain Bolt en Berlín 2009.

Entre los amantes del fútbol, un alto porcentaje coincidirá en que el segundo gol de Maradona a Inglaterra en México 86 es la mejor exhibición de calidad en la historia del deporte. Le tomó un segundo más que a Bolt en su hazaña para recorrer 52 metros, en 44 pasos, con una pelota en los pies, eludiendo cinco rivales y marcando un tanto, con una gracia en sus movimientos propia de un bailarín de ballet.

El gol se produjo dentro de un partido, “el partido”. Ese es el título del libro de Andrés Burgo, una reconstrucción de esos 90 minutos, de lo que pasó dentro y fuera de la cancha, desde los más diversos ángulos, con versiones que se contraponen y mutan con el tiempo. La historia se construye con testimonios de jugadores de ambos lados, árbitro, técnicos, asistentes, periodistas, hinchas en el estadio y en la Argentina.

El partido tuvo de todo en el marco del, para algunos, último Mundial romántico -el día previo Francia y Brasil habían disputado otro partido inolvidable-. Todas las facetas son exploradas por Burgo, con acento en los dos instantes sobresalientes. El gol con “la mano de Dios” y “el gol del siglo”, dos expresiones contrapuestas de las alternativas del juego que dieron lugar a infinidad de lecturas sobre el ejecutor y la argentinidad. Con una pericia y un esfuerzo notables, Burgo va reuniendo piezas para armar el rompecabezas de la historia.

El clímax, claro, llega con el segundo gol. La anatomía de los diez segundos previos revela una nación en silencio escuchando la narración de un relator, una aceleración cardíaca en millones de personas y un estallido que deriva en un éxtasis colectivo que condensa infinidad de sensaciones. En ese instante se produce la consagración del autor del tanto como máximo exponente de su deporte a nivel global. Y, a nivel nacional, una canonización popular.

La jugada, magistral en cualquier época o lugar, adquiere un significado particular en el contexto en que ocurrió. Burgo pone un foco especial allí. La selección argentina juega con la inglesa después de la derrota de Malvinas.

Conversé con Bilardo hace cinco años, en la semana en que se cumplían 30 del partido. Con una pregunta quise colarme en la previa de ese recuerdo compartido. En el vestuario están Burruchaga, Batista, Ruggeri, Tapia y Enrique. Nacieron en 1962. Todos podrían haber estado en Malvinas. Cuatro años después están en el estadio Azteca. “¡Piensen en Argentina! ¡Transpiren sangre!”, les dice Bilardo, justo antes de que entren al túnel detrás del líder que está por grabar una escena en la memoria argentina.

© LA GACETA

Daniel Dessein