“Creeme que si yo pudiera tener -y esto te lo voy a desmentir en cualquier parte- si yo pudiera tener una Gestapo, una fuerza de embestida para terminar con todos los gremios, lo haría”. El anhelo, expuesto ante un grupo de empresarios de la construcción, es de Marcelo Villegas: fue expresado cuando en 2017 era ministro de Trabajo en la gobernación de María Eugenia Vidal (Cambiemos). Según la denuncia de la Agencia Federal de Inteligencia ante la Justicia Federal de La Plata, el video en el que quedó grabado ese deseo antidemocrático también registra que el funcionario estaba coordinando el impulso de una causa penal por amenazas y extorsiones contra un gremialista de la Uocra: Juan Pablo “El Pata” Medina.
No es la única manifestación laudatoria del nazismo que se conoce en la Argentina durante el 2021 que acaba de despedirse. Por caso, en octubre, familiares de barrabravas de Boca Juniors se disfrazaron de Adolf Hitler y de Eva Braum para participar de una fiesta de disfraces. En el plano explícito del antisemitismo, en mayo, y en Tucumán, fueron detenidas tres personas que planeaban un ataque contra la comunidad judía de la provincia.
El nazismo, es decir, el mal absoluto, pareciera estar tornándose progresivamente en una cuestión trivial. En un tema insustancial. O, lo que es igual para el Diccionario de la Real Academia Española, en un asunto banal. Y esa banalización se inscribe en el plano de la reivindicación. Su odio contra las personas que profesan la fe judía (entre una de las minorías que el III Reich buscó aniquilar) parece rescatable para algunos, y por eso planifican ataques en nombre de su horror. Sus personajes resultan celebratorios para quienes deciden vestirse como ellos. Y ahora que se conoce lo de Villegas, el oprobio alcanza un nuevo estatuto: hay atrocidades de ese régimen que ahora circulan como paradigmas políticos replicables. Como instituciones modélicas a las cuales imitar, como si tan sólo hubieran sido “políticamente incorrectos”. Como si la Gestapo no hubiera tenido un papel central en la aniquilación de 6 millones de personas sólo por sus creencias. De esos 6 millones, por cierto, 1,5 millón eran niños.
Lo imperdonable
“En este siglo, crímenes monstruosos (’imperdonables’, por ende) no sólo han sido cometidos -lo que en sí mismo no es quizás tan nuevo-, sino que se han vuelto visibles, conocidos, recordados, nombrados, archivados por una ‘conciencia universal’”, escribe Jacques Derridá en “El siglo y el perdón”.
En la reflexión sobre lo imperdonable, el filósofo francés no está de acuerdo con que haya cuestiones que, a cambio de una condición, merezcan ser perdonadas. Pero no por ello deja anotar una advertencia de uno de sus pares contemporáneos, el intelectual ruso Vladimir Jankélévitch, a propósito del Holocausto. “Menos aún puede hablarse de perdonar, en este caso, en la medida en que los criminales no han pedido perdón. No reconocieron su culpa y no manifestaron arrepentimiento”.
Por su atrocidad y por sus dimensiones, el nazismo es imperdobable. Al igual que por su legado. “Los hombres normales no saben que todo es posible”, aseveró el escritor David Rousset, miembro de la Resistencia francesa en la II Guerra Mundial, citado por la filósofa Hannah Arendt en “Orígenes del totalitarismo”. A partir del Holocausto sabemos que el ser humano es capaz de todo. Por eso, el nazismo es también incomparable.
Justamente, las comparaciones, las equiparaciones, devienen fábrica de trivialidad. Por ello hay dos grandes capítulos en la banalización del mal que es noticia en estos días. Por un lado, la ignorancia. Por el otro, la intolerancia.
Lo incomparable
“Gestapo” es un acrónimo que se forma de las palabras German Geheime Staatspolizei: policía secreta estatal. Nació en el oprobioso 1933, creada por Hermann Göering, y al año siguiente ya estaba en manos de Heinrich Himmler, el jefe de las SS. Nacidas como nefasta guardia personal de Hitler a mediados de los años 20 (sus siglas derivan de Schutzstaffel: escuadrón de protección), las SS fueron en la década siguiente en el “reservorio” de la “élite racial” del nazismo. Eran la fuerza de ejecución ideológica y étnica del III Reich: realizaban tareas de inteligencia para averiguar el “origen racial” de las personas. Asumieron, finalmente, la organización de la “Solución Final”. Es decir, el Holocausto.
La Gestapo, justamente, comenzó siendo una policía política, encargada de perseguir y eliminar cualquier foco de resistencia contra el ascenso y la consolidación de Hitler en el poder. Para ello, auspició la delación, la traición y el espionaje interno. En el paroxismo del “relato”, justificaba su acción en nombre de que los “enemigos del Estado” a los que perseguía eran tan odiados por el pueblo alemán que corrían peligro de ser linchados: entonces la policía secreta los detenía para cuidarlos... A finales de 1933, año en que Hitler llega al poder, la Gestapo había apresado a 100.000 alemanes, sin acusación ni juicio. Los asesinados sumaban más de medio millar.
Sus blancos, en el comienzo, fueron los liberales, los comunistas, los socialdemócratas y demás disidentes. Luego, comenzó a perseguir a los que se relacionaban con los “inferiores raciales”. No demoró, después, en convertirse en un brazo del Holocausto. Adolf Eichmann, responsable de coordinar la deportación de europeos de fe judía a los centros de exterminio, fue oficial de las SS y tuvo a su cargo una sección de la Gestapo.
Los hombres normales que saben lo que la Gestapo hizo posible no pueden anhelarla nunca.
Lo intolerable
“La tolerancia nunca ha provocado ninguna guerra civil; la intolerancia ha cubierto la tierra de carnicería”, anotó Voltaire en su “Tratado sobre la intolerancia”.
“Si fuese de derecho humano comportarse así, sería preciso que el japonés detestase al chino, que a su vez execraría al siamés; este perseguiría a los gangáridas, que arremeterían contra los habitantes del Indo; un mogol le arrancaría el corazón al primer malabar que encontrase; el malabar podría degollar al persa, que podría matar al turco; y todos juntos se arrojarían sobre los cristianos, que durante tanto tiempo se han devorado unos a otros”, expuso.
Y remató: “El derecho de la intolerancia es absurdo y bárbaro; es el derecho de los tigres, y es mucho más horrible, porque los tigres solo desgarran para comer, y nosotros nos hemos exterminado por unos párrafos”.
Precisamente, el anhelo del ex ministro Villegas de una Gestapo contra los sindicatos es, además de una banalización del mal, una manifestación de la siempre latente intolerancia argentina, que atraviesa nuestra historia en el más amplio de los rangos. Desde “Viva la Santa Federación, mueran los salvajes unitarios” hasta “Al enemigo ni justicia”, pasando por “Perón o muerte”, “Viva el cáncer” o “Algo habrá hecho”...
“Tolerar”, el verbo al que Voltaire dedica su tratado, no deja de ser un vocablo de carga negativa, como advertía el filósofo de la moral Bernard Williams: significa soportar al otro. Justamente, para que sea posible la democrática libertad de discrepar respecto de la opinión del “otro” hay que soportar al otro y a sus opiniones. Hay que tolerar. Porque eso es lo que el “otro” debe hacer con quien piensa diferente que él si quiere gozar de la libertad de discrepar.
La confrontación debe darse en el campo de las ideas. Y las armas sólo pueden ser argumentales.
Por caso, como advirtió el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas, el Estado de Derecho es el reino del mejor argumento. La Gestapo, que es la intolerancia llevada al paroxismo, es la negación de cualquier argumento. “Escucho la palabra ‘cultura’ y desenfundo” decía el adagio nazi.
Por ello, postular a la Gestapo como una “política”, en este caso contra los sindicatos, es tan peligroso como irracional: la policía secreta del III Reich fue la máxima expresión de la no-política. Fue la negación de la política misma, como lo era en definitiva el nazismo, que reclamaba la imposición de un pensamiento único. Y al hacerlo estaba exigiendo la imposición del no-pensamiento. De la aberración. De la arbitrariedad. De la muerte.
De Giovanni Sartori a Carlos Nino, la democracia es diálogo colectivo, argumentado, razonable, consensuado. El verbo que usaba Raúl Alfonsín en el retorno de la democracia era “persuadir”: convencer al otro. Que es lo contrario de negarlo, silenciarlo, desaparecerlo, acallarlo o torturarlo, como hacía (y hace) toda Gestapo.