Por Luciana Ahumada Tarulli

Politóloga y docente de la Unsta.

La importancia de los partidos políticos está consagrada en nuestra Constitución. El Artículo 38 se refiere a ellos como instituciones fundamentales para el sistema democrático. Por ello, desde la etapa de la organización del Estado Nacional hasta la actualidad, nuestra ciudadanía, nuestra cultura política ha sido causa y consecuencia de la vida, desarrollo y desaparición de los partidos. Si bien fueron varios los que orbitaron en nuestra historia, nadie podría cuestionar que los dos de mayor importancia han sido el radicalismo y el peronismo. Estos dos partidos nacionales, son muy distintos respecto a la composición social de sus adherentes, estratos más populares en el caso del peronismo, y sectores medios en el del radicalismo. Sin embargo, esas diferencias se desdibujan en el plano ideológico y por ello en ambos casos conviven en ellos posturas que van de la izquierda a la derecha. Esto los ha colocado en el mismo lugar, bajo el mismo peligro: no representar a quienes dicen hacerlo. Su incapacidad para entender los cambios en la cultura política de la ciudadanía es la distancia entre la oferta partidaria tradicional y las cada vez más exigentes y plurales demandas de los electores independientes, de centro derecha y de centro izquierda.

En el contexto de la recuperación democrática, los partidos renacieron políticamente, pero fue el radicalismo, bajo el liderazgo de Alfonsín, el que mejor entendió las demandas sociales centradas en la unidad nacional y fue por ello que las urnas lo acompañaron. Pero los deseos alfonsinistas de consolidar una democracia sustantiva no lograron concretarse por los profundos problemas económicos. Entonces, fue el tiempo del peronismo, de representar los deseos de muchos argentinos de vivir mejor y confiar en la propuesta de un carismático líder, que con la imagen de caudillo del interior y bajo el eslogan de la revolución productiva, gobernaría el país por dos periodos, muy alejado de sus propuestas de campaña y más cercano a los neoliberales.

Pero una vez más, la sociedad estaba estancada y demandaba cambios, demandaba transparencia, y confió el gobierno a la Alianza. Mucho se ha escrito sobre las causas del final de ese gobierno. Lo importante del escenario del 2001, de aquel “que se vayan todos”, fue que puso a los partidos tradicionales, a los políticos de carrera de uno u otro, en el mismo lugar: el de la clase política incapaz de solucionar los problemas del pueblo. Y frente a esa incapacidad, la sociedad ya no era la misma. Habían comenzado instancias de asociación de ciudadanos por fuera de las estructuras partidarias, primero vinculadas a la defensa de los Derechos Humanos, a la gestión pública y más tarde al cuidado del medioambiente y los derechos de las minorías.

Se multiplicaron entonces los sectores sociales de centro izquierda y derecha, que coinciden en la crítica a la partidocracia tradicional, a sus típicas costumbres y estructuras de representación.

Aparecen en nuestra historia las coaliciones de gobierno, que son buenas para ganar elecciones, pero son poco eficientes a la hora de gobernar. La pluralidad de sectores que representan les da la victoria y, a la vez, es la semilla que condiciona su gobernabilidad.

Y como Sísifo, la ciudadanía vuelve al punto en que estaba, a sentirse poco representada, a sentir la distancia de los que gobiernan y a creer en las propuestas de quienes vienen de afuera de la política.

La pregunta no es si los outsiders serán mejores representantes, sino si cada argentino y argentina será capaz de ser mejor ciudadano y de comprometerse a consolidar la democracia sustantiva, para que no sea un mero mecanismo electivo, sino una forma de vida.