“Seguramente sea mi último partido. Faltan muchos años para el (Mundial) siguiente y no creo que me dé”. Con esas palabras, posteriores al triunfo sobre Croacia, Lionel Messi confirmó lo que ya todos sabíamos, pero no queríamos creer: el de ayer fue el último partido del Rey Leo en una Copa del Mundo. Y está bien, si ya lo ha ganado todo. Mejor irse por la puerta grande, como él lo merece. Por supuesto, el final de una foja mundialista como la suya no podía tener un final así nomás. El suspenso que le metió Francia, y en particular Kylian Mbappé con esos tres goles, solo sirvió para hacer aún más espectacular el marco de despedida. Y a eso se le suman el premio al Mejor Jugador del torneo y algunos récords más para su colección: mayor cantidad de partidos en Mundial (26, superando a Lothar Matthäus), mayor cantidad de minutos jugados (superó los 2217 de Paolo Maldini y quedó con 2284, alargue incluido) y primer jugador en la historia en marcar al menos un gol en cada instancia eliminatoria (octavos, cuartos, semifinal y final). Curiosamente, en los Mundiales anteriores solo había marcado en fase de grupos. Pero bueno, así es Messi. En especial este Messi, el que llegó a Qatar en modo bestia.
Finalmente, Lionel pudo cumplir su sueño -y el de millones de messistas repartidos por todo el planeta- de levantar la Copa del Mundo. Esa que tanto se le reclamaba como prueba de mérito para ponerlo a la misma altura de Diego Maradona en el olimpo de las leyendas del fútbol. Prueba que, a mi parecer, Messi no necesitaba: ya las había dado en cantidad más que suficiente en estos 20 años de rendimiento al máximo nivel. Con las estadísticas actualizadas, son: cinco Mundiales disputados, dos finales, 26 partidos (más que ningún otro futbolista en la historia) y 13 goles (récord argentino); una Copa América ganada en Brasil y una medalla de oro olímpica, además de ser por lejos el jugador que más veces vistió la camiseta de la Selección (172) y su máximo artillero histórico (98). Eso sin contar la tonelada de títulos de clubes que conquistó (hasta ahora) con Barcelona y PSG, sus premios al goleador de la temporada y sus siete -sí, SIETE- Balones de Oro.
Por si la discusión sobre si Leo es más o menos que Diego no fuera lo suficientemente estéril (de última, que cada quien elija al que más le guste y listo), supeditar la grandeza de Messi y su legado a la circunstancia de ganar un Mundial -una cuestión colectiva y sujeta a un sinfín de variables que escapan a lo que pueda hacer un jugador- era cuando menos injusto, por no decir ridículo. Campeón o no, Messi ya tenía recontra ganado desde hacía rato su lugar entre los futbolistas más grandes de todos los tiempos, y entre ellos mismos hay varios que lo consideran el mejor de la historia. Así, sin dobleces.
De hecho, fue sorprendente la cantidad de figuras que en estos últimos días habían manifestado su deseo de ver a Lionel levantando la Copa. A muchas de ellas les daba lo mismo Argentina o Francia, solo hablaron por Messi. Hasta los brasileños, como Neymar y Dani Alves, tuvieron que reconocer la paradoja entre el deseo de ver perder a Argentina y el de ver a “Leo” campeón. Es que nadie se lo merecía más que él: lo intentó una y otra vez, a pesar de las frustraciones y de las críticas en estos 17 años de vestir la albiceleste. Lo invitaron a volverse a España, lo llamaron pechofrío, lo acusaron de liderar un club de amigos, de no cantar el himno y de borrarse en las difíciles. Todo desde la comodidad de un sillón. Hoy por suerte los argentinos anti-Messi están casi extintos. Y los que le reclamaban falta de personalidad, pudieron ver que tiene de sobra después del triunfo sobre Países Bajos.
Deberán disculparme si por momentos me aparto del tono neutro e impersonal que se suele esperar de una columna periodística, pero el adiós de Messi a la arena de los Mundiales lo amerita. Es que difícil hablar de él sin que se cuelen sentimientos propios de un hincha que ha crecido casi a la par de él (soy apenas dos años mayor) y disfrutado durante tanto tiempo de “eso” que él hace y que se parece más a la magia que a lo que siempre entendimos por fútbol. Esas gambetas imposibles y en quinta marcha, esos giros impropios de un tobillo humano, esos pases inexplicables y esos goles que siempre son golazos. Pareciera que Messi no sabe, no puede o no quiere hacer goles feos. Y eso que entre Selección, Barcelona y PSG ya suma casi 800.
No descubro nada si digo que toda este fenómeno de Bangladesh, India, Pakistán, Nepal y esos lugares tan remotos donde existe una fiebre insólita por la Selección argentina no se debe a otra cosa que a la figura de Lionel. Primero son hinchas de Messi y luego, por consiguiente, de Argentina. Si él no estuviera, difícilmente hubiera surgido esta curiosa fraternidad entre naciones tan distantes, física y culturalmente. A ese extremo llega la influencia de este Mozart del fútbol, que por fortuna -al igual que Diego- nació en suelo argentino.
En los días previos a la final, se reveló que se habían agotado a nivel mundial las camisetas originales de la Selección con el 10 de Messi en la espalda. Las fábricas de Adidas trabajan a toda máquina, pero ni así alcanza para satisfacer la demanda global de casacas del capitán argentino. Es lógico: habrá sido la última que lució en un Mundial. Ya solo por eso era un objeto de colección, y ahora ni hablar. La Messimanía, hoy más que nunca, no distingue fronteras, idiomas ni culturas.
En este revuelto de sensaciones que nos deja el último partido (perdón, partidazo) de Messi en un Mundial sobresale con fuerza la nostalgia. Y es que cómo no sentirla sabiendo que lo hoy es más que el cierre de una etapa. Es el principio del fin, el preludio de lo que se viene y no se puede evitar: el retiro de Messi. En Qatar demostró que todavía está en plena forma y que puede tirar varias temporadas más si así lo quiere, pero sabemos que en algún momento de los próximos años, quién sabe cuándo, el genio dirá que ya está, que ya tuvo suficiente, y se irá dejando un vacío enorme en el planeta fútbol. Hasta que ese día llegue, todos seguiremos haciéndonos los distraídos y desviando la conversación hacia otro lado cada vez que alguien mencione que el prodigio nacido en Rosario puede estar quemando los últimos cartuchos de su carrera.
Por ahora es tiempo de disfrutar, con él y por él. Porque se hizo justicia. La Copa con la que tanto soñaba, y por la que hubiera entregado todos sus títulos a cambio, ya está en sus manos. No le hizo falta entregar nada, más que su corazón y su fútbol. Argentina te lo agradece, Leo.