Cuando la pasión se desborda, no hay operativo de seguridad ni planificación que alcance. Y lo que pasó en el día previsto para el encuentro entre los flamantes campeones del mundo y el pueblo argentino en Buenos Aires transcurrió con un grado de caos y desorganización que indignó a muchos pero no sorprendió a casi nadie, y que terminó de manera abrupta e improvisada. Esto, para lamento de muchos que habían hecho guardia desde muy temprano en puntos estratégicos del recorrido que la AFA había dado a conocer el día anterior.
Para poner en contexto el nivel de expectativa que había por presenciar el saludo de los jugadores desde el micro descapotable: cuando el equipo de LA GACETA finalizó la cobertura de la llegada de la Selección al aeropuerto de Ezeiza y regresó al hotel ubicado en el centro, ya había grupos de personas con camisetas argentinas apostadas en diferentes lugares en torno al Obelisco. Eran las 5.30 y en el mejor de los casos faltaban nueve horas para que el plantel anduviera por la avenida 9 de Julio, de acuerdo al itinerario que habían diagramado las fuerzas de seguridad de la provincia y de la Ciudad de Buenos Aires. Así de grande era la ansiedad por ver a los campeones del mundo, facilitada por el feriado nacional al que Tucumán no se adhirió.
Al final, el tan publicitado itinerario terminó siendo una ficción que se trastornó de manera constante y que se cumplió menos que a medias por falta de una debida coordinación entre quienes articularon el operativo, y también por la enorme cantidad de gente que salió a las calles con el objetivo de ver el paso de la Selección. Según estimaron desde el Ministerio de Seguridad de la Nación, hubo más de cinco millones de personas atestando las avenidas y autopistas por las que se suponía iba a pasar el micro de los campeones. No alcanzaban los efectivos y las vallas para contener semejante marea humana, enardecida por los 36 años de espera que habían llegado a su fin.
“Che, por acá seguro que pasan, ¿no?”. Las primeras dudas llegaron con cierto escepticismo, motivadas por la falta de vallas y escasa presencia policial. Si bien ya había empezado a correr la bola de que no era seguro de que la Selección llegase al Obelisco, a todo el mundo le sonaba a locura: ¿cómo iban a obviar el punto más sagrado de los festejos? Si medio Buenos Aires parecía estar ya repartido por la 9 de Julio. Hasta que por whatsapp se fue viralizando un itinerario nuevo, que omitía completamente al Obelisco y la avenida más ancha del mundo, y que incluía en cambio a la Casa Rosada, a la que antes se había declarado improcedente para no acercar la celebración de 47 millones de argentinos a la cara de un Gobierno nacional por el que muchos sienten aversión. “Los jugadores van a saludar desde el balcón, con la condición de que ningún político aparezca”, era la explicación no oficial para el cambio de planes.
A Plaza de Mayo entonces. Los que se fueron enterando partieron en lenta pero ruidosa peregrinación hacia el frente del Cabildo, vestido para la ocasión. Las cámaras de televisión ya estaban todas apuntando al balcón de la Casa Rosada y varias pantallas gigantes rezaban “Gracias campeones”. Listo, esta vez no falla. O sí, porque los que lograban captar una rayita de señal entre la muchedumbre, trataban de actualizarse sobre el paradero del micro. Y ahí llegó otra vez el “volvieron a cambiar el recorrido”. Desde ese momento, quedarse en Plaza de Mayo era perder el tiempo, ahora “la posta” era llegar a la intersección entre la autopista 25 de Mayo y la avenida 9 de Julio. Desde la altura de la primera, el plantel tendría una vista perfecta del río humano que corría en dirección el Obelisco. Tenía sentido. La marea humana fue adoptando nuevas formas a través de las calles en dirección hacia el acceso más próximo a la autopista. No había tiempo que perder: el cruce quedaba a más de 20 cuadras y se decía que la Selección ya estaba muy cerca de allí, y que luego de saludar a la gente emprendería el regreso al predio de AFA.
Ya para entonces, en la alegría de la gente se había colado la indignación por la falta de certezas. “Nos tienen como p... de aquí para allá. Después de 36 años sin ser campeones, estos no son capaces de organizar un operativo de seguridad como la gente para la Selección”, se quejaba Jorge, que se había venido desde Temperley y refunfuñaba por andar rebotando como pelotita de pinball a causa de las versiones cruzadas, que algunos adjudicaban a la indecisión de la AFA y otros a la ineptitud de las autoridades de seguridad.
El avance por la autopista 25 de Mayo hacia 9 de Julio resultó largo y tortuoso, por el calor que derretía la brea, por la falta de puestos de venta de agua y por un malestar creciente ante los rumores de que por allí tampoco pasaría el micro de la Selección. Peor: se decía que ni siquiera había llegado aún al Mercado Central, por lo que en el mejor de los casos faltaban largas horas de espera bajo un sol que no daba tregua. A esa altura, nadie tenía certeza de nada, todo era confiar en que la Selección iba a llegar.
Pero no, nunca llegaría. La cantidad de gente y el descontrol en los puntos señalados era tal que se hacía imposible cumplir con el plan original, por lo que se fue modificando sobre la marcha hasta que las autoridades de seguridad decidieron cortar por lo sano: interrumpieron la marcha del micro, subieron a los jugadores en helicópteros de la Prefectura y sobrevolaron el Obelisco antes de llevarlos de regreso al predio de la AFA. Al parecer, que dos personas se arrojaran desde un puente hacia el colectivo -una de las cuales falló y cayó al pavimento- terminó de convencer a los jefes de seguridad de que la situación estaba a punto de irse de las manos y había que terminarla. Mala suerte para quienes no pudieron llegar a ver a los jugadores, básicamente el 90% de esos cinco millones de personas.
De todos modos, más allá de eso y de los incidentes que se registraron (algo esperable en tamaña concentración de gente), lo que se vio en las calles de Buenos Aires durante el feriado fue en su gran mayoría un carnaval divino, donde primó la alegría, la confraternidad y las ganas de cantar y festejar sin parar por una fiesta que los argentinos necesitábamos y que se había hecho esperar durante demasiado tiempo.