Abel Posse fue uno de nuestros grandes escritores. Por una amistad heredada de mi padre, lo traté a lo largo de las últimas cuatro décadas. Como muchos de sus personajes, su obra y su inteligencia eran desmesuradas. También la tragedia que lo acompañaba, el suicidio de su único hijo.
Tenía uno de los cerebros más deslumbrantes que vi funcionar. Hablaba autoeditándose, sin titubeos ni circunloquios, con invariable lucidez. Sus intervenciones, en cualquier conversación, eran piezas discursivas estética y lógicamente impecables para una eventual traslación a un texto. En esta edición rescatamos algunas de esas charlas, pasajes de entrevistas que fueron publicadas en estas páginas a lo largo de los últimos 15 años, donde Posse habla de sus principales personajes y libros. Reflexiona, sobre todo, acerca de la crisis espiritual contemporánea, la decadencia argentina, Borges, Guevara, Eva Perón, la muerte y una pérdida imposible.
Escepticismo y desmesura de Argentina
- “Por escepticismo, por no creer que podemos ser, estamos como estamos”, afirmás en tu libro El eclipse argentino. ¿El escepticismo es el gran mal argentino?
- Es uno de los grandes males. No nos decidimos a ser lo que podemos ser. Y aparece un país enfermo, con una patología que supera al país lozano, que quiere vivir, con una juventud que desea entrar en la vida y no la dejan.
- Una característica de muchos de los personajes de tus novelas es su inclinación por la desmesura. Tu gran amigo Víctor Massuh decía que la desmesura es la forma del mal por excelencia, y la marca de los argentinos. ¿Pensás todo lo contrario?
- Admiro la desmesura desde mi resentimiento, tal vez no muy justificado, hacia la sociedad burguesa en la que vivimos. Soy un nostálgico de los personajes renacentistas, del hombre que pensó Nietzsche, que no es el superhombre fascista sino el hombre en el desarrollo de sus posibilidades espirituales más fuertes. Y esta es una sociedad en la que el premio se lo lleva el burgués más chato, el acumulador de bienes, que no es el gran empresario sino un individuo oculto detrás de corporaciones anónimas. Por eso me interesaron figuras que buscaron lo absoluto, como Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Lope de Aguirre o Eva. También escribí sobre Guevara; y aquí eso nunca se entendió, porque yo no soy un escritor de izquierda. Lo que hice fue destacar la grandeza de esos hombres más allá de su posición política, pero en la Argentina no parece posible desconectar la filiación política del abordaje profundo de un personaje.
- ¿Hay proyectos de país sólidos asociados a las figuras sobresalientes del peronismo no kirchnerista o de la oposición no peronista?
- No, porque los partidos perdieron su doctrina. Pero esto ocurrió en gran parte del mundo. En medio de esta crisis mundial, los políticos van a ir recuperando espacios que antes eran ocupados por los referentes del economicismo. Estamos viviendo la muerte de las grandes ideologías que nacieron en el siglo XIX y que se enfrentaron a lo largo del siglo XX. El liberalismo, por un lado, que dejó islotes de bienestar y continentes de exclusión, contradiciendo el pensamiento de Adam Smith. Y, por otro lado, el marxismo, que implosionó por haber creado una sociedad donde la idea de justicia social pretendía realizarse a través del terror. Estamos viviendo en un desamparo ideológico; no hay pensamiento creativo ni fundante. Hemos cometido el error de creer que lo más grave pasa por el mal funcionamiento de la economía, sin entender que el vigor de la economía deriva de una posición fundante respecto de la realidad, donde debe contemplarse una dimensión espiritual de la vida. La situación argentina es más compleja, porque la clase política está por debajo del nivel promedio de sus ciudadanos. Los políticos no aplican nada de lo que recomiendan; ese el secreto para ser un político exitoso en la Argentina.
“Nostalgia de un país que vivimos”
- En medio de la crisis de 2001-2002, en las páginas de LA GACETA Literaria decías que la crisis podía darnos la oportunidad de reencontrarnos en la tarea de una nueva fundación. ¿Queda algo de la “santa locura” que prevaleció en Tucumán en 1816?
- Quedan la deuda y la nostalgia de un país que vivió estupendamente, que realizó una aventura increíble. El país de los gauchos de 1840 pasa en 1853 a realizarse como un país europeo gracias a Alberdi y a muchos otros. Ese es un episodio curiosísimo y fruto de un espíritu que persiste. No hemos nacido para constituir un país mediocre; por eso sufrimos.
- Una de tus novelas, El inquietante día de la vida, refleja el Tucumán de fines del siglo XIX, la provincia próspera y lejana de los barones del azúcar. ¿Cómo surgió ese libro?
- Surgió de la vida de un personaje real que finge un viaje de placer a Francia. Pero en realidad esconde su propósito de huir para que sus hijos no lo vean morir por la tuberculosis que lo acosa. Es el drama de un hombre que lucha contra la muerte y, al mismo tiempo, disimula su pelea. Pero, además de esa historia, quise reflejar los orígenes de la vida y de la cultura argentinas; la aventura maravillosa de crear un país moderno y fuerte, arrancado del desierto.
“Borges es el pensador absoluto”
- El crítico literario Seymour Menton interpretó tu novela Los perros del paraíso como una denuncia contra toda forma de poder. ¿Te parece que esa concepción es la que mejor define tu novela?
- No creo, pero tengo siempre una inclinación hacia los grandes anarquistas que no es muy sana. No hay que corregir desde la inclinación personal sino desde una visión filosófica más seria. La literatura se desmerece cuando cede al sentimentalismo. En mi obra hay una repulsión por el hombre que fue creando la sociedad occidental, por el burgués complaciente y hedonista. Como el de Estados Unidos, donde el nombre se mide por los millones que ganó o no ganó su dueño. Lamento que la cultura no se haya aislado de este proceso y que haya sido transformada en un objeto más del mercantilismo.
- Admiraste al escritor peruano Manuel Scorza y casi encontrás la muerte junto a él en el avión que se estrelló en Madrid, en 1983.
- Ibamos a hacer el mismo viaje y a último momento decidí no hacerlo. Nuestra agente literaria, Carmen Balcells, llamó a mi casa y se sorprendió al escuchar mi voz, porque creía que yo estaba muerto. La literatura de Redoble por rancas, de Scorza, es muy superior a la de Vargas Llosa y a la de tantos escritores famosos. Hoy se confunde fama con calidad en un mundo en el que la cultura se somete a factores económicos; de esa manera se secuestra el último puente hacia una verdadera libertad. La última imagen de una libertad creadora absoluta es la que ofreció Borges, que buscó solamente lo estético, rescatando su lenguaje, hasta el final. Es el pensador absoluto, el escritor que no existía en Europa, que se sumergía sin temor en lo inútil y en lo invendible.
- Hiciste muchas caminatas con Borges por las calles de Venecia...
- Hablaba todo el tiempo de literatura; todo lo que contaba siempre tenía un matiz interesante o raro, con vetas de humor muy notable. Le gustaba tanto reír como filosofar. Decía que ni el fracaso ni el éxito lo podían conmover; él tenía su propio camino. Cuando empecé a publicar en Emecé, uno de los editores me mostró una boleta que señalaba que Borges había vendido solamente 17 ejemplares de uno de sus libros en todo un año. Lo que hoy resulta incomprensible es que la venta es un accidente independiente de la grandeza. Nietzsche se pagaba sus propias ediciones y Kafka sólo vio publicados dos de sus libros.
La laguna en la vida del Che
- Fuiste embajador en Praga y por allí, años antes, había pasado el Che Guevara casi sin dejar rastro. Tu novela Los cuadernos de Praga llenó esa laguna de la biografía del Che y, particularmente, imaginó la relación de Guevara con la muerte.
- Estando en Praga estuve en contacto con personas que me contaron cómo el Che preparó la incursión en Bolivia. Tenía que hacerlo con total discreción porque los checos y los rusos, a esa altura, no estaban de acuerdo con la promoción de revoluciones latinoamericanas. La relación de Guevara con la muerte es difícil de entender para un biógrafo extranjero porque el conocimiento de la sociedad en la que un personaje como él pasa su infancia y su adolescencia proporciona claves para entender su vida. La madre del Che no quería que su hijo tuviera la vida de un asmático. Lo impulsa al mundo exterior, al riesgo, y esa actitud materna lo marca definitivamente, le abre un diálogo prematuro con la muerte.
- Guevara, en un poema, dice que prefiere morir acribillado que asfixiado por el asma.
- Eso es determinante en su vida. Un descuido de su madre lo transforma en asmático. Esa misma madre es la que le transmitirá su pensamiento izquierdista a su hijo y la que lo empujará para que no se convierta en un inválido, para que sea deportista y guerrero.
- ¿Quería triunfar o ser derrotado para transformarse en símbolo?
- Quería triunfar, pero no comprendió el mundo de su época. No se había dado cuenta de que China había cambiado de dirección, para seguir el camino que apreciamos hoy. Y Rusia, después de la crisis de los misiles, desautorizaba las iniciativas revolucionarias no controladas por ella. Guevara fue ingenuo; subestimó ese contexto y confundió el heroísmo de la revolución con la posibilidad de la revolución. Tenía el sentido del absoluto propio del místico; vivía imbuido de sus ideas sin abrir puertas a las voces de la realidad.
- Dedicaste un libro a otro de los grandes mitos nacionales: Eva Perón. Si Evita viviera…
- No sería kirchnerista. Tampoco montonera, porque tenía sentido de la realidad. Hubiera compartido lo que Perón le dijo, con gran sentido del humor, a Firmenich: “Ustedes empiezan la revolución cuando ya terminó el comunismo”. Los montoneros sacaron la política de su posibilidad real de poder y la trasladaron a la estética o a la moral. Pero a Evita no la puedo imaginar vieja, sosegada. Evita tenía un elemento de santidad pero sin bondad.
- Conocés como pocos el peronismo. ¿Se parecen en algo Eva y Perón a Néstor y Cristina?
- Eva a Cristina, en nada, porque (Cristina) carece de pasión. Perón no era apasionado, pero tenía un sentido de estadista. En 1944 ya tenía la convicción de que los modelos que iban a regir la posguerra no eran propicios para una sociedad latina como la nuestra. De allí surgió su tercera posición. Evita tenía cierta grandeza, porque encontró la veta de la pasión por medio de la justicia social y la vivió hasta las últimas consecuencias.
“Iván pensaba que la adultez era el fin”
-Muchos de los protagonistas de tus libros buscan lo absoluto y no esquivan la muerte: Lope de Aguirre, Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, el Che Guevara. Tu hijo Iván comparte esa característica. ¿Cuánto influyó su obra en la asimilación de su muerte y cuánto la pérdida de tu hijo en los libros que vinieron después?
-Siempre tomé personajes heroicos, más allá de sus políticas. Una de las nostalgias que tiene Occidente deriva de la pérdida de la cultura del heroísmo. Tenemos una sociedad que pasa del brahmán y el chatria, que son el sacerdote y el guerrero, al vaishya, el mercader. La cultura occidental está dominada por los mercaderes que la han transformado en la sociedad del producir, del vender, del comprar, en la que lo heroico y lo espiritual quedan de lado. Mi libro (Cuando muere el hijo) se conjuga con esta visión, con una mirada nietzcheana, renacentista. Iván, después de pasar una infancia maravillosa en Venecia, llegó a París y allí descubre la decadencia de la sociedad burguesa y el futuro que le espera. Sin que nosotros sospecháramos nada, se había transformado en un Trotsky infantil, en el jefe de una pequeña banda a cuyos miembros les decía que no debían ingresar en la sociedad y que la adolescencia era el único momento en que podían evitar quedar atrapados. El creía que después de los 17 años uno ya no podía desengancharse. En uno de sus intentos de fuga del esclavizante destino que le imponía el sistema, quiere quemar su colegio y falla. Entonces piensa en matarse y, simultáneamente, eliminar el mundo.
-Es difícil pensar en un Che Guevara o en una Eva Perón, dos de los protagonistas de tus novelas, vivos hoy (2009), con 81 y 90 años. ¿Podés pensar en un Iván de 42?
-No, Iván pensaba que la adultez era el fin. En uno de los escritos que encontré, él describe una vida imaginaria hasta los 57 años, en la que será sucesivamente monje en el Tíbet, mendigo en Calcuta, agricultor en Catamarca, filántropo en Johannesburgo. Al final, tacha dos frases en las que dice “Elevación a Dios. Cruel desengaño”. Era una suerte de burla, la postulación del ridículo de un intenso hacer sin sentido. Y es lo que él pensaba de la vida en la sociedad burguesa.
“Soportar es todo”
- ¿Por qué nos cuesta tanto hablar de la muerte?
- Porque Occidente transformó la muerte en un episodio antinatural, a diferencia del nacimiento. Por eso nos sorprende, nos espanta, nos parece ilegítima y nos impulsa a la queja, al llanto. La muerte, entonces, se convierte en un hecho vergonzoso que debe ser ocultado, disimulado. En mi último libro describo la experiencia más terrible que tuve con la muerte. Pensé que, después de haber escrito sobre tantas cosas, no podía eludir el golpe más terrible que sufrí en mi vida. Mi libro traspasa lo literario para entrar en una dimensión de lo existencial; se convierte en un texto necesario, en el que el brillo se subordina a la gravedad. Se trata de una crónica de hechos reales, de esos detalles que una situación límite inscribe definitivamente en nuestra memoria. Y también es el relato de la búsqueda de ideas que hicimos con mi mujer para soportar, siguiendo la idea del verso de Rilke que dice “soportar es todo”. Porque el que soporta el golpe, sobrevive; pero el que quiere sobrevivir sin soportar, no lo logra.
- En el libro decís que en el límite, en el dolor de la muerte, es cuando experimentamos con sorpresa e impotencia que estamos desnudos ante el cosmos. ¿Qué sentiste al encontrarte con la muerte de tu hijo?
- Sentí que no podía ser como él; comprendí que él tenía la razón del suicida, que había pensado en lo que Occidente no quiere pensar. Camus decía que el suicidio es la opción filosófica fundamental; decidir si la vida tiene o no sentido. Pero, salvo excepciones como las de Dostoievsky o Nietzsche, Occidente no ha reflexionado en profundidad sobre ello.
- En un pasaje del libro contás que temías encontrarte con conocidos que te hacían sentir autor de un hecho absolutamente descomedido y asocial.
- Fue terrible. Primero cerré mi casa para todo el mundo. Al tercer día, salí a la calle, me encontré con una conocida y me crucé de vereda para evitar la pregunta difícil, el silencio, la mirada fija, sabiendo que me había transformado en una persona incómoda por el exceso de mi desgracia. Me mandaban infinidad de cartas en las que la palabra inevitablemente arruinaba el acto efusivo; un simple sobre vacío con la mera consignación del remitente hubiese sido mejor.
- Sobre el final del libro, reproducís reflexiones de tu mujer, Sabine, y otras tuyas sobre un episodio fundante para las tres grandes religiones monoteístas: la escena de Abraham dispuesto a sacrificar a su hijo. “En este punto empieza la contrahistoria de la especie neurótica”, dice Sabine al imaginar a un Isaac que ha perdido la fe en su padre. ¿Qué derivaciones le adjudicás a ese episodio fundante?
-Es una escena clave en la que la mano de Abraham, que va a matar a su hijo único y querido con su cuchillo y a pedido de Dios, es detenida por el ángel. Lo que nos preguntamos es qué siente Isaac ante eso. Abraham no vacila entre la orden divina y la vida de su hijo; entre el orden y el hijo. Yo, como padre, creía en el orden. E Iván sentía que yo sacrificaba su entidad por mi adhesión al orden. Y ese es un tema que el libro deja planteado, no como un problema personal sino como un dilema para la sociedad en que vivimos.
© LA GACETA
PERFIL
Abel Posse nació en Córdoba, en 1934. Siempre estuvo ligado a Tucumán por los lazos de su madre Elba Posse. En su novela El inquietante día de la vida recrearía la vida de uno de sus antecesores y el Tucumán del siglo XIX.
Después de recibirse de abogado y de enseñar en la UBA en la cátedra de Carlos Fayt, viajó a Europa. En París siguió un doctorado en Ciencias políticas en la Sorbonne, escuchó disertaciones de Sartre, conoció a Picasso y se enamoró de Sabine Wiebke-Langenheim, su futura mujer, quien luego le presentaría a Heidegger -juntos traducirían uno de sus libros-. En 1961 escribe “En la tumba de Georg Trakl”, primer texto firmado como Abel Posse, publicado luego en LA GACETA Literaria, donde colaborará durante medio siglo.
De regreso en Buenos Aires, en 1965 ingresó en el Servicio Exterior. En Moscú, su primer destino, nace su hijo Iván. Los bogavantes, su primera novela, será finalista del premio Planeta y prohibida en España por el franquismo.
En 1969 se traslada a la embajada de Lima. Allí tiene su “revelación americana”, que tanto incidirá en su obra, y escribe La boca del tigre a partir de su experiencia en la Unión Soviética.
En 1973 es nombrado cónsul en Venecia. Escribe Daimón, novela que inaugura la “trilogía del descubrimiento”. Lo visitan Borges, Sabato y Mujica Láinez. Conoce a Carpentier, Calvino, Moravia y Rulfo. Escribe Momento de morir, novela sobre los 70. “No estuve jamás de parte del movimiento montonero cuyos adeptos no se daban cuenta de que estaban manejados por crápulas, y estuve naturalmente contra la barbarie militar”, dirá Posse.
En 1981 es designado consejero cultural en la embajada argentina en París. Escribe Los perros del paraíso, novela con la que ganará el Premio Rómulo Gallegos, el mayor galardón de las letras latinoamericanas.
En 1983, a los 15 años, Iván, su hijo único, fallece en su piso familiar, en París, tragedia que el autor evocará más tarde en Cuando muere el hijo (2009), relato autobiográfico.
En 1985 es nombrado ministro plenipotenciario en la embajada argentina de Tel Aviv. Escribe dos novelas sobre el nazismo: Los demonios ocultos y El viajero de Agartha.
En 1990 es designado embajador en Praga. Allí escribe El largo atardecer del caminante, y La pasión según Eva. También reúne material para Los cuadernos de Praga, novela sobre el Che Guevara.
En 1998 vuelve a Lima, donde escribe muchos artículos en diarios de habla hispana: LA GACETA, La Nación, Excelsior (México), El Nacional (Venezuela), El Mundo y ABC (España).
En 2001 desembarca como embajador en Copenhague. Un año después, es designado embajador en Madrid, donde escribirá El eclipse argentino. Allí finalizará su carrera diplomática después de un desencuentro con el presidente Kirchner.
En 2004, vuelve a Buenos Aires. Publica En letra grande y La santa locura de los argentinos. En 2009 asume como ministro de Educación de la ciudad de Buenos Aires después de publicar un polémico artículo en que criticaba la frivolización de la juventud y las políticas kirchneristas. Posse se ve obligado a renunciar once días más tarde.
En 2011, publica su novela sobre los 70 Noche de lobos. Un año después es designado miembro de la Academia Argentina de Letras y miembro correspondiente de la Real Academia Española. Su último libro publicado es Vivir Venecia. Murió el 14 de abril pasado, en Buenos Aires. Durante los últimos cinco años trabajó en su novela, hoy inédita, Los heraldos negros. Fue coautor de Siete escenarios para el siglo XXI (Daniel Dessein y Fernando López-Alves, compiladores) y del recientemente publicado El resurgir de la Argentina (Pedro Barcia, compilador).
Traducida a 17 lenguas, la obra de Posse fue objeto de numerosos ensayos y recibió críticas elogiosas en medios como The Washington Post, The New York Times, Le Figaro, Le monde y El País.