Por Esther Cross y Betina González
PARA LA GACETA - BUENOS AIRES
Alguna vez, en plena vigilia, vio un objeto o un ser vivo, oyó una voz o sintió que algo rozaba su cuerpo sin que ninguna presencia física justificara esas impresiones?
Diecisiete mil personas contestan esta pregunta en Inglaterra a fines de 1880. Una de cada diez lo hace afirmativamente. La mayoría vio a alguien. Algunos oyeron que los llamaban por su nombre; otras personas sintieron pasos. Una mujer se sacude como si le hubieran dado una trompada en la cara, con un dolor fuerte, sordo y líquido. Instintivamente, se tapa los labios con el pañuelo. Cuando mira, el pañuelo está seco. A pocas millas, en el lago, su marido acaba de darse un golpe con el remo y le sangra la boca.
La pregunta abre una puerta. Hace tiempo que una fuerza empujaba del otro lado y los secretos salen a borbotones. Las pilas de correspondencia invaden la Sociedad de Investigaciones Psíquicas. Acaso, como dice Maeterlinck en El tesoro de los humildes, «podemos soportar el silencio aislado, el nuestro. Pero el silencio de muchos, el silencio multiplicado, y sobre todo el silencio de una muchedumbre es un fardo sobrenatural cuyo peso inexplicable temen las almas más fuertes».
Han llegado algunas almas fuertes que se animan a preguntar. Saben que asumen un riesgo grande. Pueden encontrarse con algo, sea lo que sea, o con un fiasco. Las personas les responden con una ansiedad postergada y herida. Antes, cuando contaban, las miraban de reojo y las despachaban al submundo de la ignorancia o el espectáculo del circo y la locura, porque nadie sabía qué hacer con esto.
Los miembros de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas envían 410 encuestadores a preguntar. Publican avisos en diarios y revistas. Quieren saber de qué se trata. Estudian las respuestas como fenómenos desnudos, en su energía original, sin pátinas religiosas ni mitificaciones. El investigador Edmund Gurney organiza el censo y considera todas las variables: creencias, predisposición, trampas de la memoria, deseo retroactivo. Luego entrevistan personalmente a los que respondieron que sí, a ese 10 % —y a otros que se suman—. Hablan con 2.272 hombres y mujeres que vieron, oyeron o sintieron estas apariciones y cuyos casos fueron chequeados por el comité. No todos reúnen los requisitos de validación que impone la Sociedad. Edmund Gurney convoca al matemático Francis Ysidro Edgeworth para trabajar con las estadísticas. Los extensos tratados, los gráficos con cifras y coordenadas se entretejen en un panal, y en el centro de esa red laboriosa crece un secreto. Edmund Gurney entrevista a los que pasan los filtros de este Censo de Alucinaciones. Las personas le hablan tranquilamente de sus experiencias. Se perfila una nueva concepción del Más Allá, del «otro lado», ni de cripta ni de cielo, que transcurre en simultáneo, apenas separado de la vida diaria por un velo.
La palabra alucinación es un paraguas para cubrirse de los ataques de las academias científicas. También es una sustracción. A diferencia del clásico fantasma, estas visiones, estos aparecidos, estas imágenes que una mente envía a otra no dejan rastros físicos cuando se desintegran. La gran mayoría de los casos recolectados por el Censo de Alucinaciones no refieren a muertos: son imágenes de personas vivas que atraviesan una crisis o agonizan mientras se presentan. Los cálculos de Francis Ysidro Edgeworth y el gran número de casos en que la coincidencia entre el momento de la aparición y la agonía del aparecido se repiten no dejan dudas: el azar queda descartado. Hay algo más. Son «apariciones de crisis». Son fantasmas de los vivos.
+Fragmento de La aventura sobrenatural.