Por Walter Gallardo
Para LA GACETA - MADRID
Hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Chaim Rumkowski había sido un empresario mediocre instalado en Polonia (había nacido en Vitebsk, territorio ruso por entonces). Dotado de una energía contagiosa y una notable capacidad de persuasión, mantenía una activa presencia social y dedicaba parte de su tiempo a obras piadosas, entre ellas, a administrar un orfanato en el que surgieron serias sospechas de que había violado a una considerable cantidad de niños tras la denuncia de varios casos de gonorrea. En octubre de 1939, el ocupante nazi, sagaz y perverso en la lectura psicológica, lo nombró presidente del Judenrat, máxima autoridad del gueto de Lodz, el segundo más grande del país. Nadie supo nunca cómo llegó hasta ese cargo que pondría a más de 150.000 personas a merced de su arbitrariedad y delirio. Rumkowski, embriagado de importancia, se esmeraría en satisfacer, por un lado, a sus amos, tal vez confiando en una improbable recompensa del enemigo alemán, y, por el otro, a su insaciable y malsano ego.
Se hizo llamar Chaim I, como si fuera el fundador de una dinastía, ordenó la impresión de moneda propia, en metal y en billetes, conocida como “rumkie”, y de sellos con su figura. Solía pasearse en una carroza rodeado de la policía creada en el gueto (oprimidos denigrando a sus pares como plan deshumanizador), golpear a quien se le cruzara en el camino o lo contradijera, asaltar sexualmente a las jóvenes y niñas y deportar, y por lo tanto condenar a una muerte segura, a los rebeldes. De hecho, la primera prueba de fidelidad que las fuerzas de ocupación le pidieron fue la entrega de los menores de 10 años y los mayores de 65. En su discurso para explicar la aparente inevitabilidad de esta ofrenda, dijo: “Nunca imaginé ser forzado a entregar este sacrificio al altar con mis propias manos (…) Hermanos y hermanas, padres y madres, ¡denme a sus niños!”. Como consecuencia, alrededor de 20.000 personas fueron a parar a las cámaras de gas. Esta infamia, uno de los episodios más aberrantes del conflicto, no le quitó ni un minuto de sueño. Por el contrario, ser temido alimentaba sus ínfulas de déspota y ampliaba el número de secuaces y delatores.
Su reinado, sin embargo, duró un poco menos que la guerra. Y duró sólo porque Lodz, en esos días, era un centro industrial altamente productivo al servicio de la maquinaria bélica. En el verano de 1944, con la liberación de Europa en marcha y el régimen nazi en declive, el gueto comenzó a ser desmantelado y sus habitantes enviados a campos de exterminio. De un total aproximado de 200.000 personas que habían pasado por allí, sobrevivirían apenas unas 10.000. Rumkowski, creyéndose todavía un aliado de las SS, trató de conseguir un salvoconducto, pero fue obligado a subir con su familia en uno de los trenes que lo llevarían a Auschwitz junto a otros miles de judíos hacinados en vagones de mercancías. Aun convencido de que no cambiaría aquella decisión, intentó con insólita candidez obtener al menos algún privilegio: pidió una carta de recomendación al empresario alemán Hans Biebow, su socio en algunos negocios, para que le concedieran una estancia decorosa y segura en el lager. Carta en mano, al llegar a destino le dispensaron el mismo trato que al resto: sus parientes fueron a las cámaras de gas y él, el rey de Lodz, según cuentan algunos testimonios, fue asesinado a palos por otros paisanos que aprovecharon la ocasión para cobrarle viejas deudas.
Esta historia, dice el escritor Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, no se cierra sobre sí misma; por el contrario, dispara una batería incontenible de preguntas de distinto orden. La primera, cargada de abrumadora incredulidad ante los hechos: ¿Quién es Rumkowski? Aunque la respuesta más espontánea sería “un cretino”, considerando el contexto en el que actuó y contra quienes, él le concede un sitio en lo que llama “la zona gris”, esa región moralmente elástica y brumosa en la que el ser humano puede ser un héroe o alguien despreciable, incluso un poco de cada uno según las circunstancias, y no por ello objeto de un juicio definitivo. Y llega a una conclusión turbadora al señalarlo como uno de los tantos Rumkowskis que vemos a diario en la lucha por una porción de poder: “No es un monstruo, ni un hombre vulgar; pero hay muchos de nosotros que se parecen a él”. Quizás sólo haga falta mirar alrededor.
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Walter Gallardo: Periodista tucumano radicado en España.