La Argentina en los tiempos de la cólera

La Ilíada, ese texto narrativo fundamental y fundacional para la cultura occidental, comienza de manera inquietante: es un elogio de la cólera. “Canta, oh Diosa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo”, clama en su primerísima línea la epopeya. Una poesía que, en rigor, es un cantar de iras.

Demasiadas iras confluyen en esa conflagración. La ira de Menelao porque su esposa, Helena, se ha ido con París, un príncipe troyano. La ira de Agamenón, hermano de Menelao, que quiere vengar ese despecho y lleva la guerra hasta la ciudad amurallada. La ira de Apolo porque Aquiles ha profanado su templo apenas ha desembarcado. La ira de Aquiles, porque el oráculo ha dicho que para contener la plaga que se cierne sobre el campamento aqueo hay que devolver a la sacerdotisa Briseida, y ella es parte del botín del guerrero. Ofendido, él se retirará de la contienda. Patroclo toma su lugar, pero muere en combate. Entonces Aquiles volverá a las armas. Y a la ira…

Esta fue una semana de cólera en Argentina. A unos tres milenios de que el vate ciego escribiese aquellas gestas (la obra dataría del siglo VIII antes de Cristo), la ira escribe el cantar de estas tierras.

El enojo cinceló, en buena medida, los resultados de las PASO del domingo. Perdieron los partidos tradicionales, las coaliciones y los candidatos moderados. Ganó el más colérico. El enfado es un lazo central entre Javier Milei y sus seguidores. Resulta claro que el libertario es quien más esperanzas ha logrado despertar: es, por caso, el único que no ha prometido más ajuste, sudor y lágrimas. No menos cierto es que lo hace desde propuestas mágicas, que son fáciles de explicar en TikTok e imposibles de traducir en un programa de gobierno. Pero donde falla lo posible triunfa la cólera: él es el más indignado contra “la casta”. Y ello también despierta esperanzas entre los testigos de un fenómeno indignante: un país cada vez más pobre con gobernantes cada vez más ricos.

La furia del dólar estalló 24 horas después de esos comicios. El Gobierno argentino ejecutó una devaluación del 22% de la moneda, que nunca comunicó. El Banco Central, simplemente, desplomó el peso. Y no aparecieron ni el presidente, Alberto Fernández, de gira artística por Paraguay. Ni la vicepresidenta Cristina Kirchner, que al estar en la Argentina tiene el ejercicio del Poder Ejecutivo. Ni Sergio Massa, que cuando debe ser candidato trabaja de ministro, y viceversa.

La bestialidad de la inflación explotó el martes y engendró una economía sin precios. Las distribuidoras de los productos más diversos, desde alimentos hasta repuestos para autos, comenzaron a entregar remitos de mercadería sin precios. Las mercancías que sí tenían precio los elevaron mucho. Desde combustibles hasta dispositivos electrónicos, pasando por el dólar.

Ayer fue el enojo de los comercios. Incontables negocios, en la Argentina y en Tucumán, optaron por no abrir sus puertas. La peste de las persianas bajas sólo pasara cuando el Gobierno entregue certezas. Por caso, sólo el miércoles a la noche apareció Massa en un programa de TV, a echarle la culpa de todo al ministro anterior y a proclamar que no renunciara porque no abandona el timón en la tormenta. Esa sí es toda una diferencia con Troya: nuestros “héroes” dicen que se quedan a gestionar el desastre que ellos mismos provocaron. Y pretenden que eso es una épica histórica…

La guerra perdida

Hay similitudes que no dejan de ser perturbadoras. No hay ni hubo guerra de Troya en la Argentina y, sin embargo, el país vive horas de posguerra. Hay escasez de arroz, de harina y hasta de azúcar. Otras veces escasean las naftas, como estos días de estaciones de servicio que ponen cupo al expendio. Crece la escasez de médicos especialistas que atienden a través de obras sociales o de prepagas. Y hay, sobre todo, escasez de poder adquisitivo. No hay plata; y cuando la hay, no alcanza. Como si la moneda fuera fiduciaria, tal y como le pasó a los países derrotados de la Primera Guerra Mundial. ¿Cuál es esa guerra que la Argentina libró perdió? La guerra contra la normalidad.

El modelo profundamente anormal de un Estado que lo paga todo, para trabajar o para no hacerlo, para estudiar o para no hacerlo, ha roto la moneda de los argentinos. No es nada nuevo: en el 301 de nuestra era, Dioclesiano hizo algo similar y devastó la economía del imperio romano. Dispuso una emisión desenfrenada para garantizar la manutención de toda persona todo ciudadano romano con derecho a voto. Eso más otros factores externos (las crecientes y costosas guerras defensivas) determinó que Roma necesitara cuantiosos ingresos fiscales. Así que había privilegios para unos y asfixia tributaria para otros, lo que alumbró un ciclo de recesión. A más inflación había menor producción. Entonces Dioclesiano dicto el “Edicto de Precios Máximos” y hasta impuso pena de muerte contra los infractores. Todo fracasó en la escasez y la carestía. Hace 18 siglos que las guerras contra la normalidad terminan en derrotas miserables. Pero el kirchnerismo no podía saberlo: para este facción, la historia comenzó en los 70. Y a la patria la fundó Néstor Kirchner, cuando un 9 de julio de algún año soñó con romper las cadenas con el imperialismo e imaginó un gasoducto…

El paraíso perdido

¿Cuál es el despecho que mueve la cólera de los argentinos que castigaron a la política tradicional? Probablemente, el de la grandeza secuestrada. La grandeza no es un “destino” de esta patria: es su pasado. Real. Palpable. No sólo documentado: aún quedan memorias y testigos de ello.

Dado ese paraíso perdido, la propuesta que más votos obtuvo el domingo encarna un importante germen de cólera. No está en las formas de Milei, ni en sus tonos crispados: está en el nudo común de sus propuestas. El economista no propone “el cambio”, sino “lo nuevo”. La diferencia es sutil, pero significativa. Milei no ofrece un cambio de gobierno, sino una revolución. Allí, acaso, la disrupción: llama a votar una revolución. Pero las revoluciones no se votan, sino que estallan.

Los proyectos que expresa el candidato más votado de la Argentina en los más diversos órdenes, desde abandonar la moneda nacional hasta trocar el financiamiento de la educación pública por vouchers para los alumnos, pasando por legalizar la venta de órganos y dar marcha atrás con la interrupción legal del embarazo (menuda contradicción: en los embarazos no deseados debe intervenir el Estado, pero la venta de seres humanos al menudeo se rige por oferta y demanda), son propuestas que están más allá de la Constitución. Y del Poder Judicial, que es su último intérprete.

Es decir, no es una mera propuesta de cambio de funcionarios y de programas de gestión, sino un cambio de régimen: un cambio en el “modo” mismo del Estado. Y ello entraña numerosos escollos. Se puede tomar prestada una metáfora del filósofo austríaco Otto Neurath: “Somos como marineros que deben reparar su nave en mar abierto, en plena tormenta, sin poder desmantelarla del todo para reconstruirla como debe ser”. El Estado es un barco en alta mar: el de la Argentina zarpó en 1816. No se puede desmantelarlo y rehacerlo: acaso suene ideal, pero es impracticable.

Pero la indignación desplaza toda condición de posibilidad por discutir. Milei encarna la cólera contra las fracasadas experiencias y esa ira tiene su lógica. No importa si su modelo suena poco razonable: “hace 40 años gobiernan los razonables y así nos va”. Y así con cualquier otra objeción.

De modo que, camino a los comicios generales del 22 de octubre, una cuestión central es cuánto durará la ira. En La Ilíada, por caso, no es eterna. Aquiles mata a Héctor, príncipe troyano, ata el cadáver a su carro y se lo lleva para no darle sepultura. Siendo así, no tendría vida ultraterrena en el Hades. Así que una noche Priamo, rey de Troya, se escabulle hasta la tienda de Aquiles y le ruega que le entregue el cuerpo de su hijo para que no quede insepulto. Aquiles se conmueve, concede el deseo de ese padre y hasta le da 12 días de tregua para los funerales. Ahí termina la obra.

La coherencia perdida

La indignación, razona Byung-Chul Han en su ensayo “En el enjambre”, es inconsistente. “La sociedad de la indignación es una sociedad del escándalo. Carece de firmeza, de actitud. La rebeldía, la histeria y la obstinación características de las olas de indignación no permiten ninguna comunicación discreta y objetiva, ningún diálogo”. Las olas de indignación, escribe el filósofo surcoreano, “no constituyen ningún ‘nosotros’ estable que muestre una estructura del cuidado conjunto de la sociedad. Tampoco la preocupación de los ‘indignados’ afecta a la sociedad en conjunto; en gran medida es una ‘preocupación por sí mismo’. De ahí que se disperse con rapidez”.

Esa dispersión, habrá que agregar, opera en la medida que el detonante de la indignación cesa. Por estas horas, sin embargo, referentes del kirchnerismo, dentro y fuera del Gobierno, parecen obstinados en alimentar la provocación. Ayer reapareció Andrés Larroque, de La Cámpora, para advertir que si triunfa Milei “el infierno tan temido está muy cerca”. Es curioso el desfase de las elites kirchneristas con respecto a la realidad: el infierno ya llegó para millones de argentinos. Incluso para los que tienen ingresos garantizados. El miércoles, la señal C5N (la que pasaba los videos de angustiados actores argentinos que alertaban acerca de que “la patria está en peligro” cuando el dólar ni siquiera cotiza $ 40) entrevistó a un jubilado que había ido a una carnicería a hacer la única compra de carne del mes que su haber presivional le permite: un bife de 60 gramos.

Después fue el turno de la vocera presidencial, Gabriela Cerruti. “Las propuestas de Milei serán la ruina para Argentina”, declaró. ¿Cuál es hoy la situación para la vocera? No hay reservas para sostener la base monetaria argentina (las reservas negativas del BCRA son del orden de los U$S 12.000 millones). Y encajadas en “Leliq” hay otras tres bases monetarias más. La inflación rondaba el 120% antes de que, intempestivamente, este cuarto gobierno kirchnerista devaluara 22%. El banco JP Morgan acaba de recalcularla en un 190% para este año. La pobreza, que era del 40%, diluviará.

Frente a un gobierno que no se hace cargo de ninguno de sus desastres, la cólera se promete incesante. Ya a estas alturas se requiere que alguien dé la cara, porque ya nadie pide explicaciones a un kirchnerismo que se quedó sin “relato”: prometieron no devaluar y aquí estamos. A los fanáticos sólo les queda la negación: negar, incluso, que este gobierno es “K”. Aunque Cristina escogió a Alberto; aunque ella no renunció; aunque las cajas estatales siguen en manos del kirchnerismo.

¿La ira dejará de cantarse en este país? La duda surge a partir de un contraste sustancial con los protagonistas de La Ilíada: ninguno se comportaba como un caradura.

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