Los amores en la doble vida del talentoso Paul de Man

20 Agosto 2023

Por Walter Gallardo

Para LA GACETA - MADRID

Todo parece indicar que los grandes amores conocidos de Paul de Man nunca supieron exactamente quién era él, enredadas en sus embustes o temerosas de perderlo; también parece que sólo la ausencia de preguntas o la abundancia de silencio sobre ciertos espacios de su intimidad pudo garantizar la salud de esas relaciones mientras duraron. Y la última duró más de tres décadas.

Esos amores fueron tres: Frida Valdervelden, Anaide Baraghian y Patricia Kelley. Cuando el pasado oscuro del talentoso profesor de Johns Hopkins, Cornell y Yale salió a la luz cuatro años después de su muerte, ocurrida en 1983, ninguna de ellas lo repudió con el ardor y la furia que lo hace alguien traicionado durante mucho tiempo. Mostraron sorpresa, incluso enfado, pero sin dejar de reconocer el magnetismo que irradiaba la personalidad y la inteligencia de aquel hombre. Nada dijeron, por ejemplo, de su colaboración periodística con el ocupante nazi en su Bélgica natal, del reguero de deudas que había dejado en su país y en Estados Unidos, de la condena de la justicia belga por robo y estafa que evitó cumplir huyendo a Nueva York o de la falsificación de antecedentes universitarios para hacer un doctorado en Harvard. Tampoco admitieron saber el detalle más punzante de sus secretos e historias familiares plagadas de tragedias y desamor: de la decisiva influencia de su camaleónico tío Hendrik de Man, un destacado político, asesor de la Corona y ministro, condenado por traición a la patria al acabar la Segunda Guerra Mundial; de su hermano mayor Rik, acusado de violación, fallecido después de que un tren lo atropellara mientras montaba en bicicleta; del suicidio de su madre, Madeleine, meses más tarde, en mayo de 1936, una mujer depresiva cuyo cuerpo lo encontraría él colgando de una soga; o de su padre Bob, que había dejado a su familia al margen para vivir una intensa aventura con su amante.

El primero fue Frida. Provenía de una familia burguesa de Amberes. Cuando conoció a Paul, militaba en el partido comunista y lideraba un grupo interesado en compartir gustos intelectuales y lo que se podría llamar “sensibilidad social”. Frida solventaba con su propio dinero el periódico Cahiers du libre examen, en el que reunía a “los espíritus libres” provenientes de distintas posiciones políticas y religiones. Paul colaboraba en él, así como luego lo haría en el polo opuesto, en Le Soir, controlado por los nazis. En este último aportaría la idea de aislar a los judíos en una colonia fuera de Europa. En todo caso, decía, la cultura del continente perdería unas pocas personalidades de un valor mediocre. Al hablar de Paul, Frida dijo: “toda su vida fue muy reservado”, dándole a la palabra “reservado” el carácter de enigmático. Reconoció, aun al cabo de los años, sentirse acechada por su recuerdo. Para dar una imagen más cabal de él, le contó a la escritora Evelyn Barish una anécdota: Paul pasó sin compañía un verano en Bretaña y ella, algo preocupada, le pediría que no cayera en un estado de “soledad moral”. Antagonista, casi desafiante, su respuesta fue una proyección al futuro: “mi intención no es alejarme por miedo a una traición de los demás, sino alejarme por miedo a saber que voy a acabar abandonando todo o a todos los que me fueron útiles”. Eso la incluía a ella.

A Anaide Baraghian, su primera esposa, la conoció cuando él apenas tenía 19 años. Era rumana y estaba casada por entonces. Quienes la frecuentaron, la describen como una mujer temperamental. Fue ella, entre las tres, la que se mostró más dolida, sobre todo por la tortuosa historia que vivió a su lado. Con Anaide tuvo tres hijos: Hendrik, nombre elegido en honor a su tío, Robert y Marc. Cuando la justicia lo investigaba por el saqueo de los fondos de la editorial Hermès, creada con un amigo, Bob de Man, padre de Paul, se apresuró a conseguirles visados. Así, antes de que llegara el veredicto en su contra, él se marcharía en 1948 a Estados Unidos y ella y los niños pondrían rumbo a Argentina, donde ya residían sus padres. Paul prometió llevarlos junto a él en cuanto consiguiera un trabajo. Pero eso nunca sucedió. En 1950, Anaide, desesperada, viajó a buscarlo junto a sus hijos. Se enteraría allí que su marido se había casado con una de sus alumnas, Patricia Kelley, sin haberse divorciado de ella, y que pronto volvería a ser padre. Anaide, sin sostén económico, debió volver humillada a Buenos Aires con dos de los niños y la promesa de que recibiría un cheque cada tanto. Alguna vez, dijo, lo recibió, pero resultó no tener fondos. El mayor, Hendrik, se quedaría con Paul, aunque por poco tiempo. En un trámite confuso, acabaría siendo adoptado por los padres de Patricia y radicándose en Virginia. De ellos adoptaría el apellido Woods.

Patricia Kelley fue, sin duda, su relación más duradera y la más incondicional. Desde su encuentro en Bard College, donde Paul empezaría su deslumbrante carrera, no se separaron jamás. Es oportuno señalar que había conseguido el puesto por la mediación de la escritora Mary McCarthy, con quien se lo vinculó sentimentalmente. Con Patricia tuvieron dos hijos. Ella, más que nadie, fue testigo del ascenso imparable de Paul en el mundo intelectual. Sin embargo, ya en condición de viuda, sólo deseaba hablar de esa parte del hombre que amó. Soslayaba o relativizaba las evidencias que salieron a la luz en los diarios más importantes de Estados Unidos y de Europa, en los libros y ensayos publicados profusamente en los 90 y en los debates académicos inflamados por la montaña de mentiras de su marido. No obstante, y casi involuntariamente, reconocía su doblez: “Paul, el más personal, era diferente del hombre público”. Se habían casado en 1950, pero él no obtendría el divorcio de Anaide hasta 1960. Durante ese lapso, es decir, diez años, Patricia no supo que dormía con un bígamo.

Es cierto que el tiempo da una obscena claridad para ver los hechos transcurridos en un contexto irrepetible. O para juzgar. Pero en el caso de Paul de Man, por fortuna queda su testimonio escrito. En uno de sus ensayos, con un fervor poco frecuente en él, se identifica con el criterio moral de André Gide, con la famosa “morale gidéenne”. Escribía, tal vez definiéndose: “Todo es justificable en el momento en que uno desea algo”. Y parafraseando al escritor francés, sostenía: “No hay moral duradera, porque la moral es algo rígido, mientras nuestras necesidades varían sin cesar”. Probablemente, entre estas palabras se esconde su enigma.

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Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.

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