La India… ¡presente!
03 Marzo 2024

Una vez más hemos vuelto de la India con Inés, mi mujer y, como si fuera la primera vez, con el asombro intacto, fascinados, deslumbrados por esa sensación de llegar casi de otro planeta, de una dimensión milagrosa e inapresable pero a la vez cercana, convocante, pródiga hasta la exaltación. Y más que nunca en este viaje donde tuvimos la suerte de alojarnos largamente en el Ashram del gran santo Ramana Maharshi, enclavado en la colina sagrada de Arunachala (considerada un língam natural shivaico, y de la más antigua geología), en Tiruvannamalai, la capital de la “no dualidad”, de la unidad, bien podría decirse. Por ser Ramana el mayor y más celebrado arquetipo de la filosofía hindú “Advaita Vedanta”, que declara -para decirlo muy elementalmente- que toda separación es ilusoria. Así como la pantalla del cine proyecta dramas, comedias o películas de guerra… su blancura no se ve afectada en absoluto. Lo único real es el Ser -“la pantalla”-, real en sentido hindú: inmutable, eterno; es lo único que permanece, más allá de nuestras diversas experiencias. Y todo es uno, todos somos uno, partícipes en esa unidad de la chispa divina, una con Dios (otro nombre del Ser). ¡Qué bien nos haría vivir según este credo!

Una postulación acaso paradójica si tenemos en cuenta el progreso que, al mismo tiempo y conservando su inédita espiritualidad, alcanza hoy la India en un mundo de la más obvia dualidad cotidiana, con un progreso vertiginoso que promete convertirla en una de las grandes potencias del mundo. Por eso, como los chicos en el colegio, hoy la India puede gritar “¡Presente!”, a la hora de responder por su avance material (a pesar de que dicho desarrollo muestra con más crudeza las carencias de buena parte de su población).

Viajar a la India es siempre viajar por primera vez. La India queda fuera del mapa de cualquier itinerario convencional. La India es una realidad y una mitología. Una cosmogonía. Una alucinación. Un sueño… y un despertar.

Inés, acompañada por nuestro amigo Farook, trepó una vez más y en modo devocional, hasta la cueva “Virupaksha”, donde Ramana Maharshi permaneció “absorto en Dios” durante 17 años. Escaló también a la cueva “Skandashramam”, donde el Maharshi “liberó” a su madre. Yo, en mis ochenta años, no pudiendo acompañarlos, recibí, sin embargo, una irradiación esencial de energía que espero conservar.

Como siempre, al llegar a casa, después de un viaje infinito y agotador, me prometí no volver más. Ya es suficiente. Estoy grande, no puedo seguir exponiéndome a este cansancio, a los peligros que encierra un lugar tan intenso, remoto y extraño. Tan lejos de casa.

Pero, como les pasa a muchas mujeres luego de un parto, pasan los días y una vez más, sin escarmiento, me olvido de las fatigas, de las incomodidades, de los peligros y acechanzas. Y vuelvo a sentir añoranza por esa tierra bendita a la que tanto le debo.

© LA GACETA

Fernando Sánchez Sorondo - Escritor. Autor de Sai Baba, un cable al cielo.

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