El filósofo alemán Ludwig Feuerbach (1804-1872) es famoso por su crítica a la religión, particularmente por su idea de que Dios es una proyección de las aspiraciones y deseos humanos. Su obra más destacada en este tema es “La esencia del cristianismo”. Ahora bien, al apuntar “ hacia abajo” con su filosofía, se interesó por aspectos considerados superficiales por otros pensadores, como la cuestión del comer. Dos frases muy representativas pueden ser “La religión tiene por padre a la miseria y por madre a la imaginación“ y “El ser humano es lo que come”. Un chiste fácil sería que su apellido es barriga caliente, pero es un tema serio.
Vamos a la que identifica al ser humano con lo que come. Si es así, entonces la elección de la comida es una en la que se nos va el ser. De esta manera la pregunta ¿Qué es correcto comer? No es de sencilla respuesta, a menos que se piense que la por Kant llamada la pregunta capital de la filosofía antropología, “¿qué es el hombre?”, sea una pavada contestar. Las dos respuestas dependen de muchos factores: culturales, económicos, psicológicos, evolutivos y tantos más. También hay una dimensión estética culinaria -la comida también es placer, satisfacción, sentido de logro y un instrumento. de la creatividad y el arte- Otra dimensión es la política culinaria: los chauvinismos gástricos son insoslayables
Quizás uno de los ejemplos satíricos más estupendos es la loca historia de Inglaterra y sus disputas religiosas explicadas por Jonathan Swift por las distintas formas de cascar huevos en el desayuno de los liliputienses:
Era costumbre secular en Liliput romper los huevos pasados por agua por su extremo más grueso; pero habiendo ocurrido al abuelo del rey actual, cuando era joven, cortarse un dedo al romper un huevo por el extremo grueso, decretó su padre que en adelante se les rompiese por el extremo agudo. Esta disposición disgustó a muchos liliputienses y dio lugar a que estallaran nada menos de seis revoluciones en los tiempos siguientes, a consecuencia de las cuales millares de ellos perdieron la vida en los cadalsos, y otros muchísimos, en no menor número, se expatriaron antes que someterse a la mudanza en el sistema de romper los huevos pasados por agua que el rey quería imponerles (“Los viajes de Gulliver”).
Somos los argentinos más permisivos con la forma de romper huevos. Sin embargo no así con otras cuestiones. Por ejemplo, la cuestión de cebar mate en el litoral. El genial Luis Landriscina decía que quien servía un mate frío y aguado en Corrientes jamás iba a poder descansar durante el resto de su vida sin miedo a ser acribillado.
Otra suerte de malentendido se relaciona nada más ni nada menos que con el asado. Sabemos que si bien Buenos Aires y Tucumán comparten el sistema métrico, el famoso Simela, no hay concordancia en lo que respecta al cocido de los bifes; es como si unos midieran en yardas y otro en centímetros, unos en Fahrenheit y otros en Celsius. Los tucumanos estamos condenados a mandar a cocinar los bifes porteños al menos tres veces. Si se quiere un breve diccionario, “crudo” para los porteños es ¨vivo¨, en tucumano, “cocido” es “crudo” y así sucesivamente de tal manera que el término que debimos usar era “calcinado”.
Sin tener que revivir disputas de unitarios y federales ni escalas nacionales, incluso en cada casa hay costumbres que las definen y según las cuales miran de reojo a las demás. En mi familia había sangre inglesa y castellana que corresponden de modo bastante exacto a la pregunta filosófica: ¿sopa antes o sopa después del plato principal?
Para la línea inglesa era sopa primero, una olla además llena de verduras de difícil justificación y de peso terrible. Mi abuela logró las únicas cosechas de nabo de Tafí Del Valle, así sumar ingredientes nutritivos y “darle más cuerpo” a los fines de asomarse a la sopa fresca de verduras típica de Inglaterra. El test era que la cuchara debe quedar erguida como el monumento del bicentenario en medio del plato. De allí que muchos historiadores sajones creen que “la espada en la Piedra” no es más que una metáfora de “la cuchara en la sopa”. La otra línea familiar era sopa después y consistía en un caldo etéreo que recibía una lluvia de avena o cabellos de ángel. Ambas aborrecían cualquier sobrecito que junte los vocablos “sopa” con “instantaneidad”.
Este colorido cuadro de tradiciones que surge de un huevo, de un bife, del cebado de mate o de la sopa muestra que no es estrecho el campo de la filosofía de la comida. Finalmente, es de destacar que no es un asunto de filósofos solamente, sino al contrario. Recuerdo siempre la sentencia de Ramón Martínez, bajo cuyas directivas me encontré un tiempo en el trabajo de la cosecha de pimientos de invernadero. Ramón era extremadamente práctico y eficiente y reflexionaba cada detalle. En una frase que no es menos profunda que la de Feuerbach, nos advirtió a todos: “Al mediodía me comen guiso, nada de sanguchitos. Así les dura la llenez hasta las seis”.