Gustos son gustos

Ir por la vida rindiendo cuentas de todo lo que hacemos, y mucho más si nos produce placer, es un maldito legado de la herencia. Podemos admirar las obras de las personas, sin endiosar a los autores.

Gustos son gustos
28 Abril 2024

Por Rogelio Ramos Signes

Para LA GACETA - TUCUMÁN

A los 18 años, para mí, Jorge Luis Borges era Dios; lo leía con devoción; admiraba sus textos y aceptaba sus opiniones. Lo que a él le gustaba, me tenía que gustar. Sus sugerencias acerca de lecturas, eran órdenes para mí. Lo que él decía, yo repetía. Pero un día leí que a Borges no le gustaba Oliverio Girondo; y a mí sí me gustaba la poesía de Oliverio, y mucho; sus imágenes, la animización de objetos, las metáforas impensadas, la libertad de su verso. Así que guardé para mí ese gusto, como algo non sancto, pero no lo abandoné.

Tiempo después me enteré de que a Oliverio Girondo, mi poeta oculto, no le gustaba la música de Camille Saint-Säens; y para mí, Saint-Säens, era lo máximo. Su romanticismo tardío me conmovía (me sigue conmoviendo); me colmaba el espíritu, si es que el espíritu existe y se colma con música. Así que guardé en lugar seguro los discos de sus obras, y los seguí escuchando en forma privada, privadísima.

Uno de los pintores que más me atrajo durante mi juventud fue Paul Delvaux; la inexpresividad de sus mujeres desnudas en terminales de trenes, junto a señores muy formales vestidos de negro, era algo que mantenía abierta la puerta de mi imaginación; algo que se conectaba con los sueños. Otro pintor muy de mi agrado, aunque no tanto como Delvaux, era René Magritte. Cierto tiempo después me enteré de que a Magritte la obra de Delvaux le parecía un retroceso dentro de la pintura. Y continué fiel a mis propios gustos.

Mis 18 años forman parte de un tiempo torturado donde el joven autodidacta va cuestionándose a sí mismo, desde la inseguridad, cada cosa que le produce placer. Fue una suerte que Los Beatles también pertenecieran a esa época, ya que el gusto por ellos siempre fue para mí un bien no negociable.

La vida me ha enseñado que podemos admirar las obras de las personas, sin endiosar a los autores. En el fondo son personas iguales a nosotros, que hacen lo que pueden, que no se callan cuando deben, y que están imposibilitadas para curar sus mezquindades. La envidia y los complejos toman diferentes formas, casi siempre relacionadas con la petulancia.

Vivir dando explicaciones, ir por la vida rindiendo cuentas de todo lo que hacemos, y mucho más si nos produce placer, es un maldito legado de la herencia. Abuelos que fueron a la guerra, y padres que trabajaron como bestias, no deben nublarnos la alegría frente al encanto de lo que nos hace bien. La culpa no debe carcomernos por cuestiones que a otros les pasan desapercibidas.

Tchaikovsky decía que Brahms era un “mediocre considerado genio” y que Mussorgsky era “rudo y grosero”. Sin embargo, escucho a Mussorgsky cada tanto, con gran placer; a Brahms, con mucha frecuencia y considerable gozo; y muy pocas veces a Tchaikovsky, que me resulta previsible. O sea que de él me han quedado los insultos a sus colegas contemporáneos, y muy poco de su música.

Vladimir Nabokov, uno de los novelistas más talentosos del siglo XX, autor de obras verdaderamente inmortales, dijo cosas lapidarias de Samuel Beckett, de Conan Doyle, de Conrad, Hemingway, Dostoievsky, Faulkner, Henry James, Joyce, Lawrence, Pasternak, Ezra Pound y Thomas Mann, entre otros. Eso no empequeñece su obra, sino su figura. Por eso sigo leyéndolo.

Nada de esto es nuevo. La tirria ya viene de lejos. Pensemos en uno de los mejores momentos de la literatura castellana: el Siglo de Oro Español. Lope de Vega menospreciaba la obra de Cervantes. Quevedo se reía de Góngora; y Góngora, para no quedarse atrás, se reía de Quevedo y, ya que estaba, también de Lope de Vega.

Pero siempre hay algún antecedente más lejano. En la Grecia antigua, ya Aristófanes se burlaba de Eurípides. Aunque, en verdad, el que fue más lejos que todos, en la antigua Roma, fue Horacio, que habló mal de su propia literatura.

Hoy estoy preparado para asumir mis gustos. ¡Era hora! Si siempre puse en duda la existencia de dios, por ejemplo, ¿por qué Borges o Girondo, o quien fuere, iba a ocupar ese lugar indefinido en mi modesto espacio de mortal y de aprendiz eterno?

Por eso, cuando tengo ganas (o necesidad) de leer a Borges, leo a Borges; y a Girondo cuando quiero leer a Girondo, aunque entre ellos se atacaran. Y escucho a Saint-Säens y me pongo más nostálgico como una lata de leche en polvo. Y leo a quien sea de la literatura rusa, inglesa o norteamericana, sin preocuparme de lo que pensaba el señor Nabokov; y, por supuesto, leo a Nabokov; y también a todos los escritores del Siglo de Oro. ¡Jamás me los perdería!

Ya pagué en mi juventud, y por mi inexperiencia, leyendo libros maravillosos que, por falta de criterio, jamás comenté con mis amigos; o escuchando a escondidas cierta música. Sin hablar del cine, de la pintura y de tantos otros lenguajes artísticos que, le disgusten a quien le disgusten, nos ayudan a vivir mejor.

Para concluir: si a Magritte no le gustaba Delvaux, y si Tchaikovsky no toleraba a Mussorgsky, es algo que no me desvela. Sigo adelante con mis gustos, que son míos y que a nadie se los robé. Hoy puedo toparme con alguien que hable mal de Los Beatles, o del cine de Herzog, o que se ría del Club Atlético Independiente. Al igual que en el caso de Lope de Vega con Cervantes: es problema de ellos.

© LA GACETA

Rogelio Ramos Signes – Escritor.

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