Comienza otra semana con protestas sindicales. Paro de transporte el lunes, huelga general el jueves. Hay de todo, pero en resumen se trata de oponerse al gobierno nacional con los trillados argumentos de la extinción de los derechos laborales y los despidos de empleados públicos. Pero si hubiera que protestar, las manifestaciones debieran ser contra los sindicalistas.
Puede comenzarse con la no renovación de los contratos de empleados públicos, algo más inmediato que los derechos laborales. Estos son importantes, pero como merecen un análisis extenso no serán tocados ahora, aunque va el anticipo de que en realidad los pagan los mismos trabajadores.
Con respecto a no renovar contratos, es parte de la política de ajuste del gasto público. Una queja razonable es que eso podría privar a la administración de personas útiles. Es cierto. Pero también lo es que la prioridad es atacar la inflación, por lo tanto lo esencial es eliminar el déficit fiscal. La necesidad de rapidez no da margen para miramientos. Un análisis de calidad de recursos humanos llevaría demasiado tiempo como para contribuir a capear la emergencia. Puede pensarse que se trabajó con el supuesto de que los contratados no son esenciales para el funcionamiento habitual del Estado; si lo fueran, estarían en planta permanente. Por supuesto, también pesa la sospecha de la finalidad política, desde premiar a militantes hasta poner en planta a obstructores de la gestión entrante. De allí que también se despidiera a quienes tuvieran menos de un año de antigüedad. Lo que puede ser injusto en general pero no extraño a los modos políticos argentinos.
El método también tiene motivos de ahorro. Los empleados de planta permanente primero deben ser declarados en disponibilidad y durante un año seguirse abonando sus sueldos. Si luego no son reasignados deben ser despedidos con el pago correspondiente de indemnización. La no renovación de contratos, en cambio, implica cesar pagos inmediatamente al finalizar el contrato. Aunque puede haber problemas. Si los contratados estaban desde hace años en esa condición podrían aducir que en realidad eran empleados permanentes bajo un régimen irregular. Se supone que un contrato es para unatarea eventual. ¿Pero diez o 20 años de eventualidad? Podrían ganar los juicios laborales correspondientes y ser tratados como empleados de planta.
Aun así, sería más barato que seguir pagándoles por años. Una persona contratada durante diez años recibiría diez sueldos de indemnización más su año de disponibilidad. O sea, el ahorro comenzaría en el equivalente monetario a menos de dos años. Y de todos modos habría rapidez con los contratados menos antiguos, quienes perderían los juicios.
¿Por qué ocurrió esto? Hay dos responsables principales. Primero, los gobernantes, quienes cometieron el error de no poner en planta empleados que podrían ser necesarios. Tal vez para esquivar los regímenes formales de ingreso a la función pública, tal vez para mantener la lealtad militante de los contratados con la amenaza de la no renovación. Por desgracia, desde hace años que las exigencias de antecedentes, entrevistas o concursos para ingresos y ascensos son obviadas. Segundo, los sindicalistas. Ellos debieron luchar por la titularización de sus compañeros de trabajo. ¿Por qué no lo hicieron? O fueron cómplices de los gobiernos anteriores o fueron inútiles.
Por supuesto, los actuales no renovados debieron quejarse con gobernantes y gremialistas en su momento. ¿Por qué se quedaron tanto tiempo como contratados? Tal vez la mayoría fue la parte más débil de la relación, la que debía ser protegida por el sindicalismo pero no lo fue. En todo caso, deberían quejarse con los gremialistas o los gobernantes anteriores, no con las actuales autoridades.
Hay planteos adicionales que deben desestimarse. Uno, la incertidumbre para los contratados, pues en algunos casos se dispuso la renovación por seis meses hasta tanto se decida el futuro laboral de cada uno o de la existencia de la repartición. No debería haber tal incertidumbre. La certeza de todo contrato es que se termina. La excepción es la continuidad. Que la situación no sea agradable es otra historia, pero todo contratado en el Estado debería saber que su empleo es transitorio y prever su salida.
Otro es la réplica al punto del empleado militante. Un dirigente sindical dijo que el empleado público es militante del Estado. Grave. Es claro que hay quienes militan en una facción política, lo que no es criticable si lo hicieran fuera del horario laboral. Pero cuando desarrollan acción partidaria durante sus funciones y no acción estatal está mal. Igualmente, no deben ser militantes “del Estado”. Deben cumplir su trabajo. Punto. Con dedicación, claro está, pero el Estado es una herramienta para la sociedad, no un fin en sí mismo, y ni siquiera un instrumento útil para todo momento y situación.
El último planteo a citar, uno de los motivos de la protesta de esta semana, es que no se deben dejar personas en la calle. Es el peor de los argumentos. El Estado no se justifica por tener empleados. Tiene ciertas funciones y las personas incorporadas serán las útiles para cumplirlas. Si son más de las necesarias para las funciones aceptables o las funciones mismas no son requeridas y por lo tanto tampoco esos empleados entonces lo mejor para la sociedad es el cese del personal. Si desde 2012 el empleo privado creció sólo un cuatro por ciento se debió en mucho a que el empleo público lo hizo un 36 por ciento, expresión de las políticas económicas populistas, tareas deletéreas asignadas al Estado y el lastre del gasto público que frenaron la actividad privada.
¿Qué harán los ex empleados públicos? Pues lo que el resto: tareas que los demás consideren útiles, tanto como para darles dinero a cambio. No es fácil la actividad privada, pero adecuar el Estado al tamaño y calidad de funciones necesarias para el crecimiento económico ayudará a generar condiciones para ella. Justamente de eso trata parte de la ley Bases, la norma contra la que protestan.