La Argentina y su Presidente, a 12.000 kilómetros de distancia

DESDE SILICON VALLEY. Milei, lejos de la Argentina. DESDE SILICON VALLEY. Milei, lejos de la Argentina.

COPENHAGUE.- Borges llega al aeropuerto de Ezeiza después de un viaje de un mes en Japón. “¿Qué piensan allá de nosotros?”, le pregunta un periodista. La respuesta es borgeana: “No piensan mucho, son bastante distraídos”.

A los argentinos nos cuesta imaginarnos intrascendentes para los ojos del mundo. Contamos, claro, con figuras destacadas que indirectamente arrastran parte de la atención hacia nuestro país. Messi, Francisco, la reina Máxima. Hoy, en el foco de la curiosidad internacional sobre nuestros connacionales, sobresale la figura de Javier Milei. El interés en el fenómeno no implica necesariamente adjudicación de relevancia, señaló la periodista que realizó la entrevista al Presidente, en la reciente edición de la revista Time, que tiene su foto en tapa.

En la última semana encuentro artículos referidos al mandatario argentino en medios que van desde una previsible nota en el madrileño El País a los más lejanos Frankfurter Allgemeine o el danés Politiken.

EN UN DIARIO DANÉS. Una columna sobre Milei. EN UN DIARIO DANÉS. Una columna sobre Milei.

La repercusión global alimenta las autocalificaciones presidenciales nutridas por la hipérbole y la contradicción. “Soy el político más popular del mundo”, dice el mandatario que encarna, entre nosotros, la antipolítica. “El presidente más frágil del mundo que hizo el ajuste más grande de la historia de la humanidad”, complementa con una descripción que, por la oposición de la magnitud de la medida y las condiciones fácticas del ejecutante enunciadas en la frase, siembra dudas sobre su sostenibilidad en el largo plazo.

Una muestra global

El congreso de Wan-Ifra, que reúne en Copenhague a más de 1.000 periodistas y editores de 76 países, sirve como muestra parcial del interés de la prensa desde distintos niveles de distancia.

Una amplia mayoría de aquellos con los que inicio una charla, no tarda demasiado en preguntarme por el presidente argentino. Marty Baron, en un fluido castellano aprendido en sus días como corresponsal en México y luego como director del Miami Herald, es uno de los primeros: ¿Qué pasa con Milei? La respuesta, de acuerdo a la nacionalidad del interlocutor, trato de estructurarla por comparación con el político del otro país al que más se parece. Con Donald Trump, un primer contraste aparece en el nacionalismo y la inclinación proteccionista del republicano. O en la ausencia de un partido fuerte detrás en el caso del libertario. Las similitudes, en el uso de la red X como herramienta de comunicación, la mala relación con la prensa, la capacidad para sintonizar con el hartazgo con la política tradicional y un discurso que apela a la descalificación y el desparpajo.

Una periodista brasileña describe el contraste a partir de ciertas particularidades de Jair Bolsonaro: “su base de apoyo son los militares y los evangélicos”. Se diferencia de Milei y coincide con Trump en las secuelas de la gestión; los problemas judiciales derivados del aval a los ataques a las instituciones, llevados al extremo en la toma de las sedes de los tres poderes en Brasilia. Bolsonaro, define, fue un presidente reaccionario con un ministro de economía ortodoxo -Paulo Guedes-. Milei, un presidente liberal -con una obsesión con el déficit-, secundado por una vice conservadora. “Ideológicamente Milei es Guedes, Villarruel es Bolsonaro”, simplifica.

Un directivo holandés hace un esbozo gracioso de una teoría capilar: “Puede que la clave sea el pelo”. Menciona a Trump, Boris Johnson y Geert Wilders, un exponente de la nueva derecha de su país, parlamentario del Partido de la Libertad, que exhibe una prominente cabellera. En la “nueva” -y en la extrema- derecha europea aparece un común denominador en los distintos países que desconecta el fenómeno del mileísmo. El eje es la política migratoria -sobre todo la apelación al temor o al rechazo a los musulmanes-, cuestión ausente en la agenda activa de los libertarios.

Españoles y argentinos

Me invitan a una comida dominada por españoles. Me siento al lado del presidente de la agencia Efe, Miguel Angel Oliver, y nos proponen que nos tomemos una foto estrechándonos las manos, para superar las diferencias diplomáticas de nuestros países. En el fondo de la broma hay un mensaje que evidencia el absurdo del conflicto. Oliver es ex secretario de Comunicación de Pedro Sánchez, cabeza del gobierno español. Compartimos la mesa con el presidente de La Vanguardia, el de El Heraldo y el CEO de Prisa, medios con posiciones muy distintas respecto de su gobierno. España está fragmentada. Vox y Podemos, por derecha y por izquierda tironean hacia los extremos a los partidos tradicionales PSOE y PP, con una prensa a la que le cuesta encontrar una audiencia que valore el equilibrio del centro. No obstante, referentes con visiones encontradas pueden sentarse amigablemente en una misma mesa.

Tomo un par de cafés con colegas argentinos para compartir miradas sobre nuestro país. Los 12.000 kilómetros que separan a Dinamarca de la Argentina ayudan a esquivar la coyuntura -la salida del jefe de Gabinete, los recientes traspiés en la conducción- y a buscar perspectiva. Converso con tres de los más destacados columnistas políticos argentinos. Alguno fue blanco de la furia tuitera presidencial, otro todavía puede ingresar a la intimidad de la residencia de Olivos.

Detecto algunos consensos en los diagnósticos. Nuestro actual gobierno es un experimento inédito. Su fragilidad -falta de estructura y trayectoria- es lo que le da fortaleza discursiva. No deben nada a nadie, no tienen pasado. El Presidente es un exponente de esa irrupción abrupta en la escena política: no tiene demasiados lazos personales; a diferencia del político tradicional, no busca parecerse a la gente. Esa excentricidad se transforma en el símbolo de su capacidad para hacer lo que la inmensa mayoría no sería capaz.

El gobierno alberga paradojas significativas que producen cortocircuitos en la gestión: siguen haciendo oposición desde el gobierno -emplean mucho tiempo en la búsqueda de conflictos y culpables-, y conducen un estado al que -postulan- deben comprimir, apelando a un discurso antiestatista.

El interrogante de fondo es si la fijación gubernamental en la disminución sostenida de la inflación a través de un equilibrio en las cuentas públicas será sostenida por un aval legislativo, judicial y popular. La economía necesita revertir su caída para sostener la esperanza en el sentido del sacrificio. Las dudas siguen estando en si eso ocurrirá y, en su caso, si sucederá a tiempo. Y, finalmente, cómo se distribuirá ese eventual rebote entre sectores y segmentos socioeconómicos.

La distancia entre Copenhague y Buenos Aires es similar a la que separa a Silicon Valley, adonde peregrina el Presidente, de la Casa Rosada. “Siempre habrá alguien que mientras se incendia su casa esté pensando en el universo; y alguien que mientras se extingue el universo, esté pensando en su casa”. La frase de Sábato sirve para reflexionar sobre las fotos que comparte Milei en su cuenta de X junto a Elon Musk o Mark Zuckerberg, acompañadas de la leyenda irónica “fenómeno barrial”, mientras sufre problemas de gestión en el ministerio que debe velar por la alimentación de los más vulnerables. El estadista debe tener un ojo en la construcción del futuro y otro en la administración del presente.

Cara y contracara

Pronto subiré a un avión en el que volaré durante trece horas hacia el fin del mundo. Nuestra condición periférica, pienso, no es tan mala en un planeta con guerras, choques culturales y desastres naturales que nos resultan afortunadamente ajenos. Ese mundo en crisis necesita, una vez más, lo que tenemos para ofrecer. No se trata de llamar la atención de esos países lejanos con nuestra inclinación, en los aciertos y en los fracasos, a la desmesura. Solo debemos ordenar humildemente nuestros problemas internos para ver si, a partir de una razonable estabilidad económica y política, podemos aprovechar esta nueva oportunidad.

En mi último día en Copenhague, me presentan a un directivo del diario japonés Asahi Shimbun. Recuerdo a Simon Kuznets, premio Nobel de Economía que hace seis décadas dividía al mundo entre países desarrollados y subdesarrollados, con dos excepciones. Japón, el país sin ninguna condición para el desarrollo que se desarrolló. Y la Argentina, su contracara, el que tenía todas las posibilidades y las desperdició.

Para completar mi sondeo informal, le pregunto a mi colega nipón si tiene alguna opinión sobre nuestro país y nuestro presidente. “No los conozco bien”, me contesta. Tenía razón Borges. Son bastante distraídos.

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