“Hay gente que cree que lo que se hace con cara de serio siempre es razonable” (Georg Lichtenberg 1742/1799)
Los viernes a las siete y media teníamos clases con “poema XV”, así le decíamos al viejo profesor de filosofía. Por aquello de “me gusta cuando callas” del poemario de Neruda. Una vez que arrancaba no paraba más. Pero no era que nos aburría, todo lo contrario. Es que no nos daba tiempo para digerir lo que exponía. Las teóricas de poemaquince se nos pasaban volando. Aristóteles -esto lo vimos también con él- decía que el tiempo es la medida del cambio. Pero a veces no es así: a fin de cuentas nunca se nos hace más patente el lento fluir de las horas que en una sala de espera o en un aula escuchando monotonías. No era el caso. Recuerdo su clase sobre el jorobado de Gotinga. “Piensen en un niño, uno de doce hermanos, hijo de un pastor ilustrado en lo que hoy llamamos alemania, pero que entonces era un puchero de principados: Sajonia, Prusia, Baviera y Caracú. El niño reza todas las noches de un modo particular: escribe una pregunta para los ángeles, desde los cuatro años. Cinco años después le comienza a preocupar que no respondan. Una noche a los diez años decide darles una última oportunidad. Escribe “¿cómo se forma la Aurora Boreal?” y esta vez les facilita un poco las cosas . Se sube al techo de su casa a dejar su consigna y la cuelga con un clavo en un ladrillo tibio de la chimenea; su razonamiento es perfecto: más arriba, más cerca del reino de los cielos. Al otro día se decepcionó por última vez. Recogió su tarjeta, que estaba igual que cuando la dejó, sólo obtuvo el maltrato de la intemperie. Dejó en ese momento de creer en Dios y en las respuestas de arriba. Tendría que ser él mismo el que se haga y conteste sus preguntas. Con los años se le siguió dando bien lo de los techos. Se dedicó a la electricidad y fue el más renombrado pararrayero de la época y junto con Benjamin Franklin uno de los primeros de la historia de la humanidad. Fue el primer físico experimental de Alemania. Un hipocondríaco presumido, aunque era enano y tenía una enorme joroba. Daba clases en la Universidad de Gotinga y escribía de espaldas al pizarrón para que no le vean la corcova.
Enseñaba mirando a los estudiantes y como una especie de cangrejo solía doblar sus brazos hacia atrás por arriba de los hombros y las fórmulas aparecían a medida que iba dando pasos al costado, como por magia. Decía que la gente linda piensa siempre igual, que cada defecto físico era una idea propia.
Este era un genio: prácticamente descubrió la chispa experimental, montó con ayuda del relojero del pueblo el más fabuloso laboratorio de física. Puso el pararrayos en el lugar más importante de la ciudad: la biblioteca, que se salvó gracias a él. Además escribió uno de los libros de aforismos más agudos que se hayan conocido. Lo leyeron y festejaron, y lo siguen haciendo, los filósofos y científicos más grandes del mundo: Schopenhauer, Freud, Karl Kraus, Wittgenstein. Lo escribió pero no lo publicó jamás.
Pasó esto: cuando murió, de los seiscientos alumnos de la Universidad, más de quinientos asistieron a su funeral. muestra del enorme respeto que se supo ganar. Entre ellos Volta y von Humboldt. Pronto descubrieron que jamás había dejado de hacerse preguntas y responderse a sí mismo con honestidad, desde que bajó del techo indignado por el silencio de los ángeles. Aparecieron entre sus pertenencias cuando clasificaban su legado, unas hojas encuadernadas que tenían el rótulo de cuadernos de saldos, y resultó ser el diario filosófico más famoso del mundo.
Los llamó “cuaderno de saldos” o “contabilidad”, el mismo nombre que ponen los almaceneros y los comerciantes a sus registros de movimiento contable. Gotinga era una ciudad universitaria al punto que se apagaban las luces de toda la urbe a las diez en punto para que los alumnos no se desvelen y no pierdan las primeras clases de la mañana.
Además, pertinente para el caso, los profesores tenían incidencia directa en la economía de la ciudad, por ejemplo determinaban el precio de la verdura en función de las becas y los ingresos de los alumnos. En otros tiempos, todo se acomodaba en torno al saber. Pero no había números en los escritos de Lichtenberg. Eran libros de contabilidad moral. Saldos del alma, los llama Juan Villoro, el primer traductor de Lichtenberg al español y en quien me baso para todo esto que les digo. Esas notas privadas hicieron un recorrido más espectacular que su magnífica obra científica. Se preguntarán ¿ Qué hay en esas páginas? Ocurrencias, humor negro, insultos al clero, sátiras, ideas intempestivas. Les leería alguno porque son espléndidos, pero ya son las nueve y tenemos que dejar el aula. Me callo entonces, me ausento hasta el viernes que viene ¿No es así?”