José Alperovich, de la Casa de Gobierno a una fría celda en el penal de Ezeiza

La crónica de una jornada intensa, cuyo protagonista ofreció en todo momento la imagen de un hombre derrotado.

TODO TERMINÓ. Tras la lectura de la sentencia, Alperovich es conducido a la pequeña sala en la que aguardó el traslado a prisión. Luego, con un chaleco antibalas debajo del sobretodo, subió a una combi y marchó a Ezeiza. TODO TERMINÓ. Tras la lectura de la sentencia, Alperovich es conducido a la pequeña sala en la que aguardó el traslado a prisión. Luego, con un chaleco antibalas debajo del sobretodo, subió a una combi y marchó a Ezeiza.

Se sabía condenado aún antes de escuchar la sentencia. Lo develaba su postura, sus gestos, su forma de moverse. Fueron siete horas sentado en un banco en una habitación chiquita. Apenas probó los snacks que su familia salió a comprar. Le habían negado la posibilidad de regresar a su departamento y esperar allí hasta la hora de la sentencia. Estaba custodiado. No podía salir del edificio en el cual se desarrolló el juicio que lo tuvo como protagonista desde febrero. En cierto momento se sintió mal. Era como que le faltaba el aire y le dolía mucho la espalda. Sus hijos, los que nunca lo abandonaron, pidieron la presencia de un médico que finalmente lo revisó y constató que tenía algunos parámetros alterados, pero que podía seguir en ese lugar hasta escuchar la sentencia. Quienes lo vieron de cerca lo retrataron con una palabra: vencido.

El 22 de noviembre de 2019 José Alperovich fue informado acerca de que su sobrina y ex colaboradora lo había denunciado por nueve hechos de índole sexual: dos perpetrados en Capital Federal y el resto en Tucumán. La joven había sido colaboradora suya entre noviembre de 2017 y mayo de 2019, cuando Alperovich encaraba la recta final de una carrera por la gobernación en la que llegaría en cuarto lugar.

Alperovich podía esperar cualquier cosa relacionada a la política, pero no que lo acusaran de abuso. Lo dijo él mismo durante la audiencia: “yo no soy un violador”. Pero la causa siguió. Lenta, como muchos procesos judiciales, pero avanzó con el paso de los meses, de los años.

Y el 5 de febrero de este año Alperovich, el hombre que se había adueñado del sillón de Lucas Córdoba, se sentaría por primera vez en el banquillo de los acusados. Ese día, el ex senador todavía mostraba señales de aquel que había sabido mandar con puño de hierro en la provincia. Llegó, saludo, abrazó y sonrió. Estaba confiado.

Pero todo cambiaría con el paso de las audiencias. A través de una pantalla de zoom se lo comenzó a notar más nervioso y desmejorado, fumando muchísimo y gesticulando a la cámara cuando algo de lo que decían los testigos no le gustaba. “Todo esto le pasó factura”, reconoció alguien que lo ve cotidianamente.

Alperovich escuchó que lo llamaban autoritario, grosero, abusador, mal hablado, ventajero. Muchos de los testigos utilizaron esos adjetivos. Llevaron al otrora todopoderoso Alperovich al límite de sus sentidos. Y el hombre que se sentó a declarar el 3 de junio ante el juez Juan María Ramos Padilla ya no era el mismo que había llegado como imputado en febrero. Tenía dificultades para caminar, sus hijos debían ayudarlo, su rostro estaba crispado, sus manos temblaban y todo el tiempo parecía a punto de perder la paciencia.

Todo esto se acentuó aún más cuando escuchó en vivo los alegatos, tanto del fiscal Sandro Abraldes como de los querellantes Pablo Rovatti y Carolina Cymerman. Pedían que vaya a la cárcel. Que lo condenaran por abusos. Que inhibieran sus bienes. Que lo detuvieran en el acto. En ese momento José Alperovich se dio cuenta de que todo lo que había logrado construir durante décadas podría derrumbarse. Ni siquiera el excelente alegato de su defensor Augusto Garrido, quien se esforzó por tratar de tirar abajo una a una las pruebas en contra suya, lo tranquilizó.

Y así llegó a la jornada de ayer, estipulada para las 13. Cuando se sentó junto a sus defensores le apuntaban 18 cámaras de televisión y 13 de fotografía. Veintidos periodistas no le sacaban la vista de encima. Y millones de personas seguían sus gestos por distintas plataformas digitales. Alperovich ya había sentido el calor de la popularidad. Ya se había enfrentado a enjambres de periodistas. Pero eran otras épocas. Ayer la situación era absolutamente distinta.

Dentro de un formalismo del Código Procesal, el juez Ramos Padilla le preguntó si iba a hacer uso de su derecho a decir unas últimas palabras. Sin sacar las manos del bolsillo del traje azul repitió tres veces: “no su señoría, no voy a hablar”. Tras esto el juez dio por cerrado el proceso y ordenó una apertura para las 20. Esas siete horas, ya se dijo, fueron una tortura para el acusado.

Fecha y hora

A la hora señalada Alperovich se volvió a sentar en su silla. Clavó la mirada en el piso y así estuvo durante los nueve minutos que duró la lectura del veredicto. En un solo momento levantó la vista y miró a sus hijos, pero pronto rehuyó la mirada y volvió a concentrase en el parquet del viejo edificio. Cuando se levantó, las palabras aún resonaban en su cabeza. Dieciséis años de prisión. Ramos Padilla, incluso, no dejó ningún resquicio de dudas: le dijo claramente que la condena impuesta vencerá el 17 de junio de 2040. Hasta le dio la hora en la que saldría libre ese día: las 12.

Así como en una época Alperovich caminaba rodeado por un séquito de “sijosesistas” que lo vivaban, ayer salió de la sala de audiencias rodeado por decenas de personas: eran periodistas que habían transmitido en vivo, justo en el prime time, es decir la hora de mayor encendido de la TV del país, la condena en su contra. Atravesó una puerta de vidrio y allí fue abrazado por sus hijos, que intentaron contenerlo. No pudieron. El hombre todopoderoso estaba derrumbado. Lo hicieron esperar en una sala pequeña, mientras se terminaban los oficios que ordenaban su traslado.

Poco antes de las 21 el ruido de incesantes sirenas se escuchó por calle Paraguay donde, a la altura del 1.500, está el Tribunal. Dos móviles de traslado (combis), un patrullero y cuatro motos se apostaron frente al edificio. Bajaron 15 guardias fuertemente armados. Algunos de ellos fueron directamente a buscar a Alperovich. Lo sacaron por una puerta lateral custodiándolo con escudos. El otrora gobernador llevaba puesto un chaleco antibalas sobre su camisa, el sobretodo colocado y las manos esposadas a la espalda. Así lo subieron a la combi de traslados y lo encerraron detrás de una reja. A una orden de un oficial el convoy se puso en marcha.

Y así se fue Alperovich, con el rostro desencajado y una pena de 16 años sobre los hombros. El que supo hacer de su oficina en Casa de Gobierno el centro de poder de toda una provincia deberá acostumbrarse ahora a una celda en el penal de Ezeiza. Pasaron 21 años desde que entró a la Casa de Gobierno como gobernador y salió de un tribunal esposado y condenado por abusos. De todo el poder que supo tener, ya nada queda.

Comentarios