Por José María Posse
Abogado, escritor, historiador.
La calle Crisóstomo Álvarez es una arteria principal del casco céntrico tucumano. Sin embargo no son muchas las personas que conocen la historia detrás del personaje al cual rinde homenaje, quien en su época evocaba lo más recio del ser tucumano.
Crisóstomo Álvarez nació en Tucumán hacia el año 1819, era hijo de don Francisco Álvarez y de doña Catalina Aráoz de La Madrid, hermana del no menos heroico general Gregorio Aráoz de La Madrid. Como ya vimos en estas páginas, fue la de Aráoz la familia fundamental en la alineación de las milicias provinciales gauchas, que pelearon en las batallas de Tucumán y Salta; parte de las cuales también se batieron en Vilcapugio y Ayohuma.
Lo cierto es que Crisóstomo, como era conocido, joven sintió el llamado de las armas y marchó a Buenos Aires con la intención de iniciar una carrera militar. Sabemos que a los 18 años era portaestandarte del Regimiento Escolta de Buenos Aires, donde fue ganando reputación de soldado aguerrido.
Nace la leyenda
Por entonces, los malones que invadían el sur bonaerense desde Chile, ya comenzaban a significar un serio problema para la incipiente colonización argentina en el sur. Se edificaron fortines, donde se acantonaron tropas para la defensa de los primeros pobladores; en uno de los cuales fue destinado el tucumano, ya con el grado de alférez.
Y fue allí donde su temple y coraje terminaron de forjar su leyenda de bravo en sangrientos combates contra tribus alzadas. En esos años estudió las costumbres guerreras de los indígenas del país y adoptó el huso de la lanza y el combate de a caballo, en lo que se convirtió en verdadero especialista.
En 1839 y ya con el grado de Teniente tuvo una valiente actuación en varios enfrentamientos memorables contra los Indios Pampas en Tapalqué. Peleó a favor de los federales de Rosas en la “Revolución de los Libres del Sur”, de 1839, donde su nombre comenzó a alcanzar alturas heroicas. Vicente Quesada escribió al respecto: “Con una vincha sujetándole el cabello, lanza en mano y dando espantosos alaridos, parecía el mismo diablo en la batalla”.
“El coronel Crisóstomo Álvarez, lanza en mano, jamás tenía en cuenta el número de sus enemigos”, narra Benjamín Villafañe. “Se colocaba al frente, en uno de sus extremos o flancos, y cuatro o cinco pasos delante de los que le seguían, daba sus cargas. Al darlas, oíase un alarido que recordaba al de los indios de la pampa, alarido que repetían los suyos y que se prolongaba, haciendo salvaje y espantosa armonía, con el retumbar del suelo bajo el casco de sus caballos”. Por sus hazañas el propio Juan Manuel de Rosas hizo colocar su retrato en la comisaría de Chascomús.
El unitario
Por esas cosas del destino, regresó hacia 1840 a Tucumán, escoltando a su tío, el ya famoso Gregorio Aráoz de La Madrid, quién venía a Tucumán con un encargo del brigadier Juan Manuel de Rosas. Como es conocido, al llegar a su provincia fueron convencidos por sus familiares y amigos, cambiándose al bando unitario, convirtiéndose así en furiosos adversarios del porteño.
Pero fue en las batallas de Angaco y Rodeo del Medio, donde su valor extraordinario proyectó su fama guerrera a lugares difíciles de imaginar en tiempos actuales, siendo temido por el bando federal. Derrotados los unitarios cruzó la cordillera para exiliarse en Chile, donde sufrió privaciones. Al tiempo se dirigió a Bolivia donde fue aceptado en el ejército de línea del vecino país como oficial.
Allí conoció al militar sanjuanino Anselmo Rojo, también en el exilio por su militancia unitaria. En 1845, incursionaron a la provincia de Jujuy, en una aventura que les significó su separación del ejército boliviano. Luego se dirigió al Uruguay donde cayó gravemente enfermo. Apenas restablecido se trasladó a Brasil en una frágil embarcación que al ser cañoneada quedó varada en una isla. Tras una larga serie de penurias cayó preso en Ramallo hasta 1848, año en el cual, por intervención del embajador Southern quien estaba pactando el levantamiento del bloqueo inglés con Rosas, recuperó su libertad.
De regreso
Pudo volver a su Tucumán natal donde vivió pacíficamente unos años dedicado al comercio, aquí se casó con su prima Francisca Aráoz; parecía que el otrora feroz soldado había encontrado la paz.
Hay una foto de Álvarez, y lo retrató Ignacio Baz con uniforme, obra que integra el patrimonio del Museo Nacional Casa Histórica de la Independencia. Según el historiador Julio Costa, era “de alta estatura, nariz aguileña, tez blanca de un pálido mate, frente recta griega, mirada firme y franca, rostro raso, pequeño bigote recortado, pelo renegrido lacio y largo, peinado dividido a un lado a la moda romántica de entonces, anchas espaldas y talle esbelto”.
Un testimonio recogido por el doctor Manuel Esteves, dice que era “medio rubio, de ojos claros tirando al celeste”. Vivía en la actual calle 25 de Mayo, más o menos en el número 253 actual. Casado con Panchita Aráoz, según el mismo testimonio, ella era “de genio alegre: jugaba con los niños y donde estaba reinaba la alegría”. Tuvieron dos hijos: un varón, llamado también Crisóstomo quien se dedicó a las letras, y una mujer, Matilde, que se casó con Aníbal Piedrabuena.
Rodeado de un hálito valeroso, era un hombre querido por esa sociedad que tenía en alta estima la gallardía. Tal vez todo ello lo animó a volver a involucrarse en movimientos políticos, que desembocaron en enfrentamientos sangrientos que lo llevaron nuevamente al exilio en Chile, previo paso por el Perú.
Arriesgada empresa
Cuando, en 1852, el gobernador entrerriano, Justo José de Urquiza se pronunció contra Rosas, se encontraba Álvarez en la ciudad chilena de Copiapó. Allí concibió la arriesgada empresa de invadir el noroeste de la Confederación Argentina, en apoyo de Urquiza, pensando que el pueblo tucumano se levantaría en su soporte al conocer de su presencia. Cruzó la cordillera con un grupo de emigrados, apenas armados e invadió Tucumán con una menguada tropa de 200 hombres a los que luego se les sumarían unos 100 más. Entró por Catamarca, justo cuando Urquiza, con su “Ejército Grande”, avanzaba hacia la definición de Caseros.
Al enterarse de su invasión, el por entonces gobernador de Tucumán, general Celedonio Gutiérrez, se preparó para enfrentarlo; fue a principios de 1852 cuando los tambores de la guerra se hicieron escuchar nuevamente en territorio tucumano. Álvarez empezó a lograr pequeñas victorias: tomó la guarnición de Santa María, capturó a otra división federal en Los Cardones; en audaz maniobra, venció en Tapia a una fuerza de Gutiérrez, tomándole un centenar de prisioneros. Tras estas acciones enviaba irónicas notas a Gutiérrez, intimándole rendición, lo que enfureció al tucumano.
Finalmente ambas fuerzas se midieron el 15 de febrero, sobre el arroyo Manantial, en el llamado “Paso del Rincón”; la vanguardia federal al mando de Manuel Alejandro Espinosa, batió completamente a Álvarez, quien fue tomado prisionero.
El Dr. Carlos Páez de la Torre, hace unos años escribió un artículo, donde se aporta la versión del diplomático inglés L. Hugh de Bonelli, en su libro “Travels in Bolivia with a tour across the pampas to Buenos Ayres, etc” (Londres, 1852), quien da una versión personal acerca de la muerte de Álvarez. Dice que “el joven héroe, cuya firmeza e intrepidez merecían mejor suerte, escapó, acompañado por sus amigos. El caballo de uno de ellos cayó despidiendo al jinete. Álvarez saltó de su caballo y atacando a los que se le acercaban con su espada, se esforzaba en extraer a su amigo de bajo el animal caído. Estaba ayudándolo a montar en la grupa del suyo, cuando unas boleadoras fueron lanzadas con precisión y el comandante quedó con sus piernas enredadas y cayó. Él y sus camaradas fueron capturados. Una apresurada corte marcial se formó. Fue sentenciado a muerte y muerto a tiros en el lugar”. El párrafo es traducción de la investigadora Sara Peña de Bascary.
Súplicas
La noticia de la suerte final que esperaba a Álvarez agitó a toda la ciudad. Como vimos, era un hombre que gozaba de gran prestigio y estaba emparentado con medio Tucumán. Es de imaginar las horas de zozobra de sus seres queridos. Un testigo de aquellos tiempos comentaba: ni bien Álvarez fue apresado, “el sentimiento público” de los tucumanos, “especialmente entre las señoras”, quiso fervorosamente el perdón del cautivo. En representación de ellas, los doctores Salustiano Zavalía y Uladislao Frías fueron a ver al ministro general del gobernador, para que interpusiese sus relaciones con el general Gutiérrez por salvar al prisionero.
Pero toda razón y suplicas fueron en vano. Según el historiador Manuel Lizondo Borda, la sentencia de muerte de Álvarez pudo tratarse de una venganza personal del gobernador, ya que le guardaba inquina por la derrota que éste le había infligido, en julio de 1840, en Los Pocitos, luego de la deserción de Albigasta.
Triste despedida
Lo cierto es que el coronel Crisóstomo Álvarez fue condenado a ser fusilado dos días después, el día 17 de febrero de 1852. Otra versión dice que fue conducido “amarrado a la barriga de un caballo” ante el pelotón, y se negó a que le vendaran los ojos. Se paró frente a la escuadra mirándolos ferozmente, con esa gallardía que lo caracterizaba.
Luego de su fusilamiento, el coronel Segundo Roca entregó al ministro general de Gutiérrez unas pertenencias del malogrado Álvarez; años después éste relataría: “Tomé la cartera, le desaté una cinta azul que la cerraba, y la abrí en presencia de Roca como testigo de su contenido. Había varios papeles y cartas de familia, que no quise leer, un par de escapularios y una trenza de pelo rubio, fino, de mujer, que también debió ser prenda de familia; volví a cerrar la cartera con la cinta que traía y al siguiente día la mandé a entregar a la viuda”.
En una conmovedora carta se despidió de su esposa: “En estos momentos debo morir y debes consolarte porque mi delito no es otro que haber peleado por la libertad de mi patria. Te ruego seas virtuosa como siempre y cuides de la educación de mis hijos. Dí a mis amigos que perdonen como yo a mis enemigos, que la posteridad hará justicia a tu desgraciado marido. Un abrazo a mis tres hermanitos y para ti un continuo recuerdo de tu esposo J.C. Álvarez”. Se conserva también un poema de su autoría que comienza con estas palabras: “Adiós Tucumán amado que ya es tiempo de dejarte, supiste sacrificarte y quedas desamparado”, en alusión al exilio obligado que tuvo que hacer al ser vencido.
La Crisóstomo
Años más tarde la posteridad hizo finalmente justicia con su memoria; el Intendente José Padilla, enemigo político del que fuera en épocas de Gutiérrez, su Ministro General, bautizó con el nombre de “Crisóstomo Álvarez” la calle donde éste vivía, ya que según decían, había sido el más firme sostenedor de la pena de muerte del héroe. El aludido, quien siempre negó las acusaciones, por fin se mudó de casa y el nombre de Álvarez quedó así en una arteria que con justicia lo recuerda. El Dr. Carlos Páez de la Torre escribió: Lo irónico del asunto es que, cuando Álvarez fue ejecutado, ya hacía 14 días que el largo gobierno de Juan Manuel de Rosas había terminado, en la batalla de Caseros. Pero esa noticia llegó a Tucumán recién el 24 de febrero, después del fusilamiento. Sí las comunicaciones no hubieran sido tan lentas, no hubieran tenido objeto ni la batalla de El Manantial ni la ejecución de Álvarez.
Fuentes bibliográficas:
Vicente Osvaldo Cutolo; (1968), “Nuevo Diccionario Biográfico Argentino (1750-1930), Editorial Elche, Buenos Aires.
Carlos Páez de la Torre/Ventura Murga (1981), San Miguel de Tucumán: las calles y sus nombres, Recopilación de publicaciones del Diario La Gaceta, Editorial de La Gaceta.
Carlos Páez de la Torre: 19 de agosto de 2018; “De Memoria”; “La muerte de Crisóstomo Álvarez”; “Versiones y detalles sobre el fusilamiento del intrépido tucumano en El Manantial, tras su derrota de 1852”.
Sara Peña de Basacary: “Juan Crisóstomo Álvarez, hombre y leyenda”, en Revista de la Junta de Estudios Históricos de Tucumán; “Tiempo de Unitarios y Federales , Tucumán 1840-1852”, del 27 de octubre de 2021