Una pasión victoriana

Por Walter Gallardo para LA GACETA.

Una pasión victoriana
15 Septiembre 2024

Quizás nunca me habría atrevido a confesar mi fascinación por los trenes y sus estaciones si no fuera por el historiador británico Tony Judt. Fue él quien me animó a reconocerlo en voz alta al leer su breve autobiografía El refugio de la memoria. Decía, casi interpretando mis sentimientos: “Amo los trenes y ellos siempre me han correspondido”. Y se preguntaba con naturalidad: “¿Qué significa ser amado por un tren?” Ante un interrogante tan poco racional, concluía: “El amor, me parece a mí, es esa situación en la que uno está más satisfecho con uno mismo”. Y el tren lograba ese estado de bienestar. El momento en que escribió esta obra, o la dictó, es fundamental para entender su declaración sin matices. Fue en los tramos finales de una enfermedad cruel como tantas (ELA) que lo dejó inmóvil, convirtiendo su cuerpo en una prisión cada vez más degradante; es decir, cuando todo comenzaba a ser añoranza y despedida, del modo que ocurre a diario en los andenes.

Lo recordé hace unos días al recorrer la bellísima estación de São Bento, en la ciudad de Oporto, al norte de Portugal, y subir allí a uno de sus trenes. Confirmé en mis emociones una atracción por cualquier situación real o representación que los contenga: un tren cruzando el campo a toda velocidad, orgulloso de su solvencia; otro insinuándose a la distancia con las luces encendidas mientras los pasajeros esperan en el andén; su melancolía cuando está detenido en un pueblo solitario un domingo lluvioso de invierno y todos los que pasan en la negrura de la noche con su interior iluminado; también confirmé una vez más que hay pocos placeres para los sentidos que compitan con el espectáculo generoso que ofrecen sus ventanillas, ese que interrumpe abruptamente la lectura de un libro o una conversación animada.

En el trayecto de casi una hora hasta Aveiro, acompañado por la inmensidad del océano Atlántico a mi derecha, rememoré, casi como en un homenaje, una anécdota personal en relación con las estaciones, los trenes y la literatura. Había comenzado en un vuelo de Madrid a Bruselas la lectura de Austerlitz, la novela del escritor alemán W.G. Sebald, afincado durante décadas en Inglaterra. El personaje principal que lleva ese nombre es alguien cuya primera infancia transcurrió con rostros y en lugares velados por la bruma de la memoria; alguien que busca sin brújula su origen arrastrando el sentimiento desolador de ser siempre un extranjero, casi un extraño, y con pocas certezas: llegó en tren a Londres desde algún lugar de Europa y fue criado por una familia austera, sobre todo con las palabras y el afecto. Como consecuencia, creció rodeado de silencio y emocionalmente desnudo, con la percepción de un mundo paralelo habitado por sombras mudas e insidiosas que desaparecen apenas intenta aprehenderlas. Todo le sugiere algo, aunque nada le sirve para completar una imagen o un indicio firme: las cúpulas, los edificios, repetidamente las estaciones de trenes, la música de ciertas palabras en otro idioma, las siluetas de unos molinos, objetos simples y sin valor o territorios que le murmuran algo incomprensible al oído.

En las primeras líneas, Austerlitz está sentado en un banco de la soberbia estación de Amberes, ciudad a la que yo había decidido ir al día siguiente cuando aún ignoraba los pormenores de aquel relato. Esta primera coincidencia haría que al bajar del tren allí y, a partir de los andenes, intentara mirar desde la perspectiva del personaje cada detalle de aquel espacio monumental y concentrarme, en particular, en el enorme reloj de la primera planta descrito en la obra, en el movimiento de sus agujas firmes y categóricas como espadas, inflexibles en su afán de ir segando con precisión las horas, minuto a minuto, y acortando el futuro ante nuestros ojos.

En esos mismos días viajaría también en tren de Bruselas a París, lo cual iba transformando mis desplazamientos en la imitación involuntaria de lo que ocurría en el libro. Impulsado por el hechizo de la buena literatura, y ahora sí con más intención de mi parte, acabaría recorriendo todos los rincones de la Gare D’Austerlitz mencionados en la novela y, con una curiosidad algo insana, me introduciría en el Jardín Des Plantes o daría vueltas por Place D’Italie, yendo y viniendo por los bulevares que se abren como una “etoile”, donde el personaje creía poder encontrar a su padre.

Pocos meses después, ya leído el libro, aunque con algunas preguntas pendientes, me pasaría parte de una tarde lluviosa en la estación de Liverpool Street, en Londres, la estación a donde Austerlitz había llegado y cuyo recuerdo seguía siendo vago para él. Para matizar la larga espera de mi tren, salí a tomar aire. En una de sus entradas, precisamente por la calle Liverpool, me daría de bruces con una suerte de revelación o hallazgo inesperado: un conjunto de esculturas en bronce llamado “the arrival” con pequeños al lado de sus maletas y una mujer acompañándolos, rinde homenaje a aquella heroica operación de rescate llamada “Kindertransport”, que salvó a unos 10 mil niños, sobre todo judíos, de la persecución nazi en 1938 y 1939 en varios países de Europa. La mayoría no volvería a ver a sus padres. Uno de ellos había sido Austerlitz. Incrédulo del azar, y como en un juego, elegiría entre el grupo a quien podría parecérsele, y me incliné por el que eleva su mirada hacia el cielo, en dirección a los altos edificios de la City, el distrito financiero. Un íntimo regocijo me estremeció entonces y no pude contener una sonrisa de complacencia, como si por fin pudiera cerrar el círculo con la información que al propio Austerlitz le había llevado muchos años encontrar.

Tony Judt murió en 2010, a los 62 años. En las últimas páginas de su autobiografía, conocedor de su propio crepúsculo, admitía que nada le causaba más desazón que la conciencia de que no podría subir a un tren otra vez y repetir sus aventuras ferroviarias o deleitarse con las más emblemáticas estaciones, a las que llamó “catedrales victorianas”. Como en todas las enfermedades terminales -lamentaba- se debe aceptar con amarga resignación que “algunas cosas nunca más volverán a pasar”.

© LA GACETA

Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.

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