Por Juan ÁngeL Cabaleiro
Para LA GACETA - TUCUMÁN
Cuando la aviación israelí bombardea un edificio en la franja de Gaza, lo hace de una manera particular, que pocos conocen: primero impacta sobre la azotea un proyectil de bajo poder destructivo, que no llega a causar víctimas ni grandes destrozos, pero que sirve de advertencia y aviso a los residentes. Un aviso para que abandonen de inmediato y con lo puesto el edificio, porque en pocos minutos vendrá la descarga verdadera, que lo destruirá todo hasta los cimientos. Y a veces más allá de los cimientos, buscando túneles o búnkeres subterráneos. Antes, el aviso se daba, por increíble que parezca, mediante llamadas telefónicas a algunos de los vecinos del edificio desde un comando central en Israel, pero desde que no hay electricidad ni comunicaciones, se utiliza el explosivo.
Procedimientos de este tipo no ocurren por casualidad o capricho: suponen un discernimiento moral previo, por mínimo e insuficiente que nos parezca. Quienes alcancen a evacuar sus viviendas, salvarán, al menos, sus vidas, aunque pierdan todo lo demás. (Cualquiera puede imaginarse los avatares de una situación semejante). Una consideración moral de este tipo se fundamenta en la conciencia, por parte de quienes planifican el ataque, de que en edificios como esos viven personas inocentes, familias civiles que no necesariamente son terroristas de Hamás. Viven también niños, ancianos, discapacitados, mujeres embarazadas, mascotas…
Esta mínima consideración moral que muestran las propias fuerzas armadas israelíes hacia la población de Gaza no la tienen muchos periodistas, políticos y opinadores argentinos, que califican indiscriminadamente de «antisemitas», «nazis» y «cómplices del terrorismo», e incluso amenazan con llevar a los tribunales y desde luego «cancelan» a quienes manifiestan (manifestamos) algún grado de preocupación o sentimiento humano hacia estas personas.
Todo hay que decirlo, aunque resulta bastante penoso y poco razonable que no podamos discutir y poner en cuestionamiento los métodos aparentemente desproporcionados, excesivos y hasta contraproducentes que utilizan las fuerzas armadas israelíes sin estar aclarando como paranoicos a cada minuto lo que es obvio: que no por eso simpatizamos con Hamás ni nos parece bien que hayan decapitado bebés en la incursión del año pasado. Demos por hecho que los ataques de Hamás fueron actos atroces, crueles e infinitamente repudiables, y que exigen castigo. No solo eso: convengamos también que el fundamentalismo islámico es homófobo, misógino y antidemocrático, y que no hay manera de mantener un régimen basado en tales principios sin violar los derechos humanos.
Pero seamos capaces de entender, al mismo tiempo, que nacer y crecer en Gaza no te convierte en terrorista, y que ya es suficiente mala fortuna como para merecer encima un bombardeo indiscriminado, por más que te den antes el aviso. Tampoco es lo mismo el gobierno de Israel que el pueblo judío, y cuestionar una determinada estrategia política o militar tomada desde la élite gobernante no convierte a nadie ni remotamente en «antisemita». Solo imaginemos que el gobierno español hubiera decidido combatir el terrorismo de ETA aplicando la política de tierra arrasada y bombardeos indiscriminados sobre el País Vasco, y que nadie pudiera siquiera objetar semejante estrategia.
Yo, argentino
¿Qué postura debería adoptar, entonces, ante situaciones de esta naturaleza, el opinador argentino ajeno al conflicto y, en grandísima medida, desconocedor de la geopolítica de medio oriente y de tácticas y estrategias de guerra antiterrorista? Primero, el repudio innegociable de la violencia contra la población civil y las víctimas inocentes de cualquier bando, sin excepciones. Y en todo lo demás, tal vez la duda, la prudencia, la cautelosa contrastación de datos, información y argumentos…
No olvidemos que los argentinos decidimos, todavía en democracia, firmar un decreto convocando a las fuerzas armadas a «exterminar» el terrorismo, y poco después declaramos la guerra a una de las mayores potencias mundiales. Decisiones ambas que hemos debatido, cuestionado y analizado en profundidad cuando ya era demasiado tarde, como es nuestra costumbre. Ahora está en juego nuestra capacidad y nuestro derecho a dudar, analizar y cuestionar procesos que están en curso y que tendrán consecuencias graves e irreparables. Es ese derecho o el silencio y la cancelación.
© LA GACETA
Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.