Cinco miradas sobre la muerte
Ayer se celebró, en una docena de países, el Día de los muertos, una tradición con raíces mexicanas en las que se recuerda a quienes ya no están y también en la que tomamos conciencia de que algún día nosotros seremos recordados por otros. La Unesco declaró a la jornada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Eso que te pasa cuando estás ocupado haciendo otros planes
Jaime Nubiola
Para LA GACETA - BARCELONA
El mes de noviembre nos invita a pensar la muerte, la de los demás y la propia. La muerte de desconocidos en lugares lejanos que aparece en los medios de comunicación y quizá nos deja indiferentes; la muerte de alguien cercano, de la madre, del hijo, del amigo, que golpea violentamente nuestro corazón hasta hacer tambalear nuestras más íntimas convicciones. “¿Qué dice la filosofía sobre qué pasa después de la muerte?”, me espetó hace algunos años una valiosa estudiante, llena de inquietudes y de preguntas. “Realmente nada, le contesté; lo que puedo ofrecerte es más bien mi religión”. No es la filosofía, sino la religión -”todas las religiones”, escribe Benedicto XVI en las primeras páginas de Jesús de Nazareth- la que intenta desvelar de algún modo el futuro. Los filósofos analizan o definen el concepto de muerte y suelen concluir que es la cesación de la vida, pero añaden poco más, pues la supervivencia de un elemento espiritual -al que desde Platón llamamos “alma”- les resulta del todo misteriosa.
De hecho, muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo viven como si la muerte no existiera o, al menos, como si no fuera con ellos. Es quizás otra muestra del “síndrome de Peter Pan” que afecta a tantas personas infantilizadas. Además, nuestra sociedad ha convertido la muerte en el espectáculo audiovisual por excelencia: llena los telediarios, los periódicos, las películas, pero se trata siempre de algo que, por así decir, les pasa a otros.
Recuerdo cuánto me impresionaba en mi infancia el letrero “No tocar. Peligro de muerte”, bajo una calavera con dos tibias cruzadas, que había sobre la puerta de los controles eléctricos en el jardín del parvulario. Ahora, para no asustar a los niños, se han sustituido aquellos macabros huesos por un rayo amenazador. A mí siguen impresionándome los terroríficos letreros de las cajetillas de tabaco, rebordeados de negro como si fueran esquelas, advirtiendo que el tabaco mata, pero la mayor parte de los consumidores no parece hacer mucho caso a esas severas advertencias.
Todos los días pienso en mi muerte y eso me lleva a intentar aprovechar mejor el día: ¡carpe diem! Pensar en la muerte con realismo y con normalidad es sano porque nos ayuda a vivir con más intensidad y con más pasión la única vida que tenemos. Nos ayuda a viajar ligeros de equipaje, a tomar más helados, a decir “te quiero” y a dar abrazos a quienes queremos. Pensar que nuestra vida es única y que se escapa como el agua entre los dedos de las manos, lleva a los poetas a lamentarse de la fugacidad del tiempo: “Recuerde el alma dormida/ avive el seso y despierte/ contemplando/ cómo se pasa la vida/ cómo se viene la muerte/ tan callando”. Pero, sobre todo, nos urge a disfrutar del presente que es el único tiempo verdadero, a prestar atención a las personas que nos rodean y a las tareas que llevamos efectivamente a cabo, dejando en el olvido el tiempo pasado y sin obsesionarnos tampoco con el futuro.
Pensar en la muerte nos invita también a no malgastar la vida con las prisas. Para muchos, como escribió John Lennon en Beautiful Boy, “la vida es lo que te pasa cuando estás ocupado haciendo otros planes”. Vivir con plenitud en el presente es la mejor forma de adoptar un estilo de vida con sentido. En uno de sus cuentos Borges describe la triste vida de aquellos semidioses que, como eran eternos, vivían dormitando aletargados en el barro: como nada iba a cambiar el curso de su vida nada tenía sentido para ellos.
Para quienes tenemos más años quizá la sección más consultada del periódico es la de las esquelas y las necrológicas. Nos muestran tanto la fugacidad de la vida como la plenitud de muchas vidas logradas. Quienes somos cristianos sabemos además que el tiempo que tenemos es un don de Dios que no podemos despilfarrar; que podemos redimir el tiempo y por eso ponemos a la vista el Crucifijo, para tener delante de nuestros ojos la clave del sentido de la vida y de la muerte.
© LA GACETA
Jaime Nubiola
Profesor emérito de Filosofía en la Universidad de Navarra ([email protected]).
¿Qué hacer?
Por Fabián Soberón
Para LA GACETA - TUCUMÁN
En el verano de 1694, el poeta Matsuo Basho va de camino, una vez más. A pesar del empeño amable se enferma. Los amigos y los discípulos lo hospedan. Los jóvenes le piden que escriba un poema ante la muerte. Basho se niega y dice que todo lo que ha escrito antes son poemas de despedida (jisei). Los discípulos insisten y Basho se sienta en la cama, mira a través de la frágil ventana de la choza que le han prestado y pinta un haiku:
Yo de viaje, enfermo,
los campos blanqueados, sueños
aún errantes
Basho no ha buscado anticipar la muerte; solo la encuentra. La duda está entre escribir o no escribir un nuevo poema. Frente al negro pozo inmediato tiene una actitud de entrega.
En el siglo V a C., en Atenas, Platón propuso en el preclaro diálogo Fedón que la filosofía es una preparación para la muerte. Aunque no ha leído al filósofo, Basho no se prepara. Se entrega. La muerte es una fatalidad y una salida. No es una pérdida. La poesía de Basho no implica una forma de anticipación. El haiku es un legado, una especie sutil de despedida. Es una manera de perseverar en la memoria de los amigos.
Ante la muerte, en el instante previo, me gustaría convertirme en otro. Si pudiera ser Bach, tocaría una pieza en el órgano de la iglesia cercana; o quisiera ser el inigualable y fugaz Yorick: de este modo el sepulturero de la corte me levantaría en sus manos álgidas y diría lo que dice, sin odio, en el cementerio y tocaría los huesos de los muertos, levantaría mi calavera y vería mi extinta existencia, sin pesar, en los sucios huecos blanquecinos. Si pudiera ser Sancho Panza, podría esperar la muerte montado en un animal, tranquilamente. Si fuera William Turner me subiría a un barco alto y sentiría el helado viento matutino en el océano y me recostaría en la madera y dejaría que la respiración se corte lentamente. Si fuera Fernando Pessoa, viviría vidas paralelas, me encomendaría en los heterónimos y me recostaría en una almohada blanda y esperaría el acabose siendo dos o tres a la vez. Si fuera Rembrandt apoyaría el pincel y dejaría que el último autorretrato se diluya en la nada.
Pero si el fantasma de Joseph Goebbels me enfrentara con su revólver de cenizas y me obligara a decidir entre Basho y Platón, preferiría tener la actitud de Basho y no la de Platón. Al filósofo griego la muerte le producía horror. Sospecho que el poeta japonés esperaba el instante del fin. Su levedad errante incluía la inminencia del vacío. Para Basho, viaje, poesía y anuncio del fin eran lo mismo.
Cuando llegue la hora escribiré un mal haiku y, sin permiso, me recostaré en la cama dura en el centro de la choza y dejaré que el viento que viene de los secos campos de arroz me roce la cara. Luego la serena mano de la muerte abrazará mi cuello y dejará que yo, o lo poco que queda de mí, deje el mundo sin razón.
© LA GACETA
Fabián Soberón
Escritor.
Muertes paralelas
Por Eduardo Posse Cuezzo
Para LA GACETA - TUCUMÁN
El negro Gabino Ezeiza, que era leído y culto, contó esto en una payada. Dijo que les avisaron, que no tuvo que ser sorpresa, pero que lo mismo decidieron enfrentar a sus asesinos, convencidos de que con su mirada de autoridad dominarían la situación.
Y que sus muertes los emparejaron en la gloria.
Y que sus asesinos pagaron con sus vidas la insolencia.
“La partida de los Reynafé está preparada, sálvense, no entren a Córdoba”.
“Cuídate de los idus de marzo”.
Pero los generales no hacen caso a las premoniciones. Subestiman las advertencias. Por algo la Gloria los ha elegido. Para ser conductores de hombres, y gestores de la historia.
“Los idus de marzo han llegado”, vocifera Julio César al adivino, con sorna.
“Han llegado, pero no han pasado”, contesta el augur, humillado.
“Ibarra, ¿cómo cree usted que el General Quiroga necesita escolta?” , se indigna Facundo con el gobernador de Santiago del Estero.
“General, el jefe de la partida es Santos Pérez, tienen todas las armas”.
El César entra al senado. Cicerón está presente. Y también Bruto, su hijo y favorito.
“¿Tú también, Bruto?” En un último gesto de dignidad cubre con su túnica la caída, empapado en su sangre.
“¿Qué significa esto?”, increpa Quiroga a Santos Pérez.
“Significa esto”, contesta el asesino, disparando su pistola contra el rostro indignado del General, que cae al fondo de su galera. Dos forajidos lo ultiman a golpes.
Los idus de marzo han pasado.
Marco Antonio promete vengar a César.
En tanto, el calor de febrero agobia la llanura de Barranca Yaco. Los cadáveres degollados yacen alrededor de la galera.
Un chasqui llega a Rosas y cuenta.
Rosas promete ajusticiar a los culpables.
La ejecución de la pena de muerte impuesta a los hermanos Reynafé y a Santos Pérez tiene lugar en la Plaza de Victoria. Allí permanecen colgados los cuerpos por seis horas, después de haber sido pasados por las armas.
Bruto se arroja sobre su espada en su decisión suicida.
“César, ¡aplácate ahora! no tuve para tu muerte la mitad de deseo que para la mía”, grita en su estertor final.
Su cadáver yace en el barro sanguinolento del campo de batalla, donde Marco Antonio saborea la gloria.
Los asesinos han sido ajusticiados.
Juan Manuel de Rosas tiene ahora la suma del poder público.
Marco Antonio recibe el control de las provincias orientales de Roma.
Esto lo contó el negro Ezeiza.
No sé si creerle.
© LA GACETA
Eduardo Posse Cuezzo
Presidente de la Alianza Francesa de Tucumán y de la Fundación Emilio Cartier.
Adioses*
Por Jorge Estrella
Para LA GACETA - TUCUMÁN
Quizás el mistolar cercano en el cementerio de Vinará envíe con el viento y las aves sus semillas sobre el suelo en que estaré. No creo que me reciba otro lado (los sumerios lo llamaban, “país del irás y no volverás”) no creo en el más allá, sólo espero el más aquí del gran silencio. ¿Pero qué importancia tiene lo que cree cada cual sobre este asunto? Lo haya o no lo haya, el país del irás y no volverás no será afectado por lo que creamos ni por las habladurías que lancemos sobre él con esa seguridad inoportuna que nos caracteriza.
Pero sí creo en las analogías de la metáfora: el mistolar sembrará mi suelo como sembré desde mis escritos a los prójimos que los leyeron. Como esas semillas amplié espacio y tiempo en el ánimo de mis lectores. ¿Inmortalidad? El mistolar la busca y la obtiene por tramos largos de tiempo y de territorio a los que no aspiro cumplir con la contundencia que él lo hace.
© LA GACETA
* Texto escrito pocos días antes de la muerte del autor, publicado en estas páginas en octubre de 2018
La filosofía y sus respuestas*
Por Roberto Rojo
Para LA GACETA - TUCUMÁN
¿Qué sentido tiene hablar de la experiencia de la muerte, de temerla? ¿Se puede tener una vivencia de la muerte? Epicuro es quien más enfáticamente ha negado el temor a la muerte, según consta en Carta a Meneceo, en la cual figura su conocida idea de que “no temo a la muerte porque cuando yo estoy ella no está, y cuando ella está yo no estoy”. Nunca nos encontramos”. Y agrega: “Acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros, nada que nos concierna”.
No son pocos los filósofos que siguen esta línea.
Así, Kant dice claramente que el morir no puede experimentarlo ningún ser humano en sí mismo (pues para hacer una experiencia es necesaria la vida) sino sólo percibirlo en los demás.
Este problema es desafiante porque de él depende la cuestión que estimo fundamental, decisiva, tendiente a esclarecer el sentido del vivir en relación con la asumida idea de la muerte. Por ello comienzo formulando la pregunta: ¿la muerte es un acontecimiento que le ocurre a la vida o, por el contrario, es la cesación de la vida? ¿Es extrínseco o intrínseco al proceso de vivir? Hay aquí dos enfoques posibles: o la muerte es un proceso o es un acto. Vista como proceso significa que la muerte no es algo extraño a la vida, algo que le sobreviene de pronto, no es un acto que de pronto exhibe su rostro trágico sino una presencia constante. No puede concebirse la vida sin la muerte porque vivir es estar muriendo, es asistir a un proceso dialéctico, dinámico como en los procesos en los que se da la muerte y la renovación de las células. Vista en cambio, como acto, la muerte es algo puntual, algo que de pronto irrumpe como un rayo que devasta lo que toca.
Todos sabemos que moriremos, todos tenemos la certidumbre de que, por agazapado que esté el desdeñoso y acerbo rostro de la muerte, en algún momento, esperado o no, dibujará su mueca lúgubre ante nosotros. En cada instante de nuestra vida tenemos la certeza empírica de que vamos a morir, sabemos que hay siempre la posibilidad de nuestro fin, pero curiosamente es una posibilidad que, a diferencia de las otras posibilidades, ha de realizarse inevitablemente alguna vez.
© LA GACETA
*Publicado originalmente en este suplemento en junio de 2006.