Por Juan José Sebreli
Para LA GACETA - BUENOS AIRES
Al reflexionar sobre las crisis argentinas es inevitable, en mi caso, la alusión personal; nací poco después del primer golpe militar, en plena dictadura y en el momento álgido de la crisis económica mundial desatada en 1929. Mi familia fue víctima de ambos sucesos: mi padre era un desocupado por la recesión y mi madre, una maestra dejada cesante por la dictadura.
Los acontecimientos históricos, las vicisitudes de la política y la economía constituyen el destino en el desarrollo de una sociedad tanto como en la existencia de un individuo. Así, durante todo el transcurso de mi vida las crisis me acompañaron como hadas maléficas. Esta suerte no es sólo válida para mi generación. Las posteriores también han vivido en medio de crisis intermitentes, a lo largo del siglo, sin poder eludirlas; sus testimonios, en todo caso, no diferirían del mío.
La Gran Depresión constituyó la mayor catástrofe sufrida, hasta entonces, por el capitalismo mundial. En nuestro país, tuvo consecuencias decisivas: era una señal del agotamiento del modelo agroexportador, base de una inaudita prosperidad que había durado medio siglo. Las condiciones del mercado mundial favorables en la Argentina desde 1880 -alza de los productos alimenticios y baja de los industriales; excedentes de capitales en los países centrales que permitían la inversión en los países emergentes- desaparecían para siempre y las clases dirigentes locales desorientadas no supieron reaccionar ante la nueva y compleja situación.
La crisis económica traería consigo la crisis política; en Europa fue el apogeo de los sistemas totalitarios -los fascismos y el estalinismo- y en nuestro país provocó la interrupción del ciclo democrático -1916 a 1930- más breve y menos exitoso que el económico. El sistema democrático de partidos había fracasado desde su origen, porque los conservadores no lograron organizarse como partido. El radicalismo, por su parte, no se concebía a sí mismo como partido -una parte entre otras- sino como movimiento, supuesta expresión del pueblo y la nación en su totalidad; desvalorizada, de ese modo, el principio de pluralidad democrática. Esta actitud sería luego llevada hasta sus últimas consecuencias por el peronismo.
Los partidos políticos, incapaces de constituirse en los mediadores válidos entre el Estado y la sociedad, fueron reemplazados por las dictaduras militares o por la dictadura plebiscitada de partido único del peronismo. La sociedad, por su parte, se consideró mejor representada por las corporaciones que por los partidos; la clase alta se expresaba por medio de la Sociedad Rural o la Unión Industrial, y la clase obrera, a través de la CGT. El Estado, sin fuerzas ni para recaudar impuestos y desgarrado por los distintos sectores sociales y económicos -que luchaban entre sí, por sus intereses particulares-, se debilitó cada vez más. Los gobiernos eran autoritarios pero sin verdadera autoridad; las dictaduras militares resultaban ser tan frágiles como los esporádicos gobiernos civiles.
La inestabilidad política y la inestabilidad económica se realimentaban mutuamente. Agotado el modelo agroexportador, su sucesor, el modelo de industrialización por sustitución de importaciones, iniciado por los conservadores en 1933 y acentuado por el peronismo, entró en crisis a partir de 1949-1950. La necesidad de importación de insumos y la incapacidad exportadora de la industria ligera provocaban el desequilibrio de la balanza comercial. Una economía con predominio industrial seguía, no obstante, dependiendo de las divisas aportadas por los agroexportadores, cuyas ganancias eran, por añadidura, cada vez más magras. Los subsidios estatales a la industria aumentaban el gasto público y el consiguiente déficit fiscal, financiado con inflación, endeudamiento y saqueo de las cajas de jubilación. Este sistema perverso fomentó un empresariado sin iniciativas y más orientado a la especulación, a la renta y al consumo ostentoso que a la producción. La burguesía industrial no fue nunca la “burguesía nacional” proclamada por los nacionalistas de derecha o izquierda, porque no llegó -como la burguesía agropecuaria en su momento de apogeo- a constituir un bloque hegemónico, capaz de disciplinar a los demás sectores económicos y lograr el consenso de las clases subalternas. La inexistencia de una clase dirigente ha sido causa y, a la vez, consecuencia de la inestabilidad política y económica.
La crisis del sistema corporativo provocada por la derrota bélica de las Fuerzas Armadas condujo en 1983 a un nuevo intento de establecer un sistema político de partidos; a esto ayudó la derrota del peronismo en elecciones libres, obligándolo, por primera vez en su historia, a abandonar el movimientismo mesiánico y a organizarse como un partido político normal.
Aunque con desprolijidades y con lastres del pasado, los dos partidos mayoritarios se sometieron a las reglas del juego democrático y se reconocieron recíprocamente como interlocutores válidos. En el período 1983-2001, hoy satanizado, se lograron, sin embargo, importantes avances; entre estos: la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil y la plena vigencia de las libertades y los derechos de los ciudadanos, desconocidos durante más de medio siglo.
De la crisis del sistema económico, iniciada en 1950, intentó salir el alfonsinismo, en su última etapa, aunque tarde y no sin contradicciones; el menemismo, en cambio, cumpliría esta tarea, mediante la apertura de la economía, la inserción en el mundo, el saneamiento de la moneda y la reforma del Estado. Este cambio trajo, entre 1991 y 1995, una estabilidad económica y un récord de inversiones desconocidos desde los inicios del siglo.
Las grietas del nuevo modelo comenzaron a aparecer, no obstante, hacia el segundo gobierno de Menem, con el aumento de la desocupación, y a mediados de 1995, con la recesión, que se convirtió en depresión en el año 2000 y culminó con la crisis más grande conocida hasta hoy. Las causas del derrumbe fueron variadas; algunas, externas, y, por lo tanto, incontrolables, así las sucesivas crisis de las economías emergentes -México, sudeste asiático, Rusia- y la consiguiente fuga de capitales internacionales.
Entre las causas internas, algunas eran imputables a la clase gobernante: la corrupción y el clientelismo provocaban el aumento desmesurado del gasto público financiado con deuda. Otras causas, en cambio, fueron responsabilidad de la sociedad civil: evasión generalizada del pago de impuestos y comportamiento de gran parte del empresariado que, frente a la apertura del mercado, optó por transformarse en importador o vender sus fábricas y enviar los capitales al exterior.
La caída de De la Rúa, lejos de haber sido una solución, profundizó la crisis. En lo político, interrumpió la continuidad institucional y aceleró la descomposición de los partidos. En lo económico, la eufórica declaración de default y luego la devaluación desordenada y la pesificación asimétrica significaron un despojo a la clase media y arrojaron a la miseria y al hambre a vastos sectores de las clases populares.
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