Llegó la hora de distinguir quién es quién

Palabras de José Claudio Escribano, presidente de la Comisión de Premios de Adepa.

José Claudio Escribano. José Claudio Escribano.
13 Diciembre 2024

La revolución tecnológica ha hecho mella en la estratificación de viejas categorías del ordenamiento político, social y cultural, pero a veces se actúa como si nada de nuevo ocurriera. Insistimos con expectativas que desconocen una realidad en permanente mutación. Es una revolución de la que han sacado provecho las sociedades y, en particular, las nuevas generaciones, transmitiéndonos señales, que hemos tardado en percibir, sobre la urgencia de importantes franjas de la humanidad por anular los rasgos temerarios de una cultura que cuanto menos envejecía.

En su atolondramiento, muchos han supuesto que cualquier improvisado, utilizando en las redes sociales un lenguaje primario y, a menudo, onomatopéyico, pudiera reemplazar al periodismo profesional enriquecido en las últimas décadas por una pléyade de chicos y muchachas con estudios terciarios. Aquello es tan poco serio como confiar la salud a un aprendiz de chamán, en lugar de llamar al médico. Veremos en qué termina todo esto, pero si hubiera una pausa en lo que Stendhal observaría como el lienzo de un teatro de operaciones militares, tomaríamos en cuenta dos escenas inmediatas.

La primera escena es difusa. No permite aún inferir la suerte final de las fuerzas confrontadas, pero el cuadro es de tal singularidad, de tan expresivo sinceramiento en la inculpación sobre el pasado inmediato y atroz como nación, que todo alienta a interpretar que difícilmente la Argentina vuelva por entero hacia atrás al cabo de experiencias entre las que sobresale por sus resultados la comprensión al fin por un gobierno de que, si algo no perdonan los mercados, es la inconstancia.

En la segunda escena se anotan las pérdidas. Provienen, en principio, de las fuerzas moderadas que tratan de rehacerse tras el desconcierto por haber dilapidado la ocasión de hacerse cargo de cambios estructurales imprescindibles. Pero tanto o más castigadas parecen haber sido las llamadas corrientes progresistas. Fueron las que se ensañaron por años contra las viejas convenciones, desde la lengua a la concepción primigenia de que la razón esencial del Estado no era otra que la de arbitrar entre los intereses privados, haciéndose cargo de la justicia, la seguridad y la defensa, y de contribuir a la educación y la salud públicas. Al llevar hasta el límite de lo imaginable el asedio a lo establecido, sobre todo como impertinentes policías de la cultura, las izquierdas y sus aliados han terminado por enfrentarnos a todos con una reacción de derecha populista que en muchos casos asusta.

El cambio de época procura asentarse en una democracia desmedrada por la corrupción y la ineficiencia. Lo hace con las mismas instituciones que infirieron la fatiga social que se registró en las urnas en noviembre de 2023, y no por imperio de una revolución que habría hecho trizas de lo preexistente.

Conviven así el nuevo régimen y el régimen renuente a retirarse, que se perdería en el olvido si el cambio triunfara en toda la línea. Ahí están, en el centro de la lidia, figuras como las de Milei y Cristina Kirchner, trapicheando intereses subalternos, mientras se avanza tropezosamente hacia una transformación económica y social, y de orden público, que debería perdurar. Las negociaciones solapadas, el sigilo de los actores y la decepción por lo sucedido con la ley de “Ficha limpia”, nos han despertado del sueño sobre vientos que traerían ya mismo una atmósfera más diáfana a la República. De modo que la situación se hace sentir en mayor medida por el carácter basculante de una transición, antes que por el campanazo que hubiera anunciado una era profundamente renovadora, tal vez más pura, tal vez más cruel.

Si la piedad de los verdugos fogueados se apreciaba por la limpieza del tajo que inferían, qué podría decirse de verdugos con motosierra, que sobrellevan con ese peso una faena menos ducha, más despareja y chapucera. No podrían hacerlo de otro modo, es cierto: los condiciona la precariedad de los instrumentos complementarios de que disponen. Minorías sin precedentes en el Congreso, carencia de gobernadores propios en las provincias y demasiados funcionarios sin otra solvencia que el entusiasmo del aficionado.

El resultado de todo esto precipita una situación extraña. Un gobierno con críticos que estarían dispuestos a votar a mano alzada un elevado porcentaje de sus propuestas, pero que se rebelan ante el lenguaje soez y la catarata inaudita de insultos que bajan de las altas cumbres del poder. Así no, señor Presidente.

Las formas cuentan más de lo que usted dice y gobernar no es emular a barras bravas. Usted ha propendido a infamar al periodismo con la exclusión de un “quince por ciento” del que no sabemos en qué estadística fehaciente se fundamenta. Contrastamos esos cálculos con la probada austeridad y decencia de cientos y cientos de colegas, acaso miles, que hemos conocido en el desenvolvimiento del oficio, generación tras generación. Algunos, entre los más veteranos, prolongan sus vidas como jubilados con retribuciones que han reflejado la estafa histórica que comenzó en 1952 cuando Perón se apoderó de los fondos previsionales y los sustituyó por obligaciones a largo plazo con intereses menores que la inflación.

Ha llegado la hora de que el señor Presidente distinga quién es quién en el periodismo antes de enredarse en descalificaciones generalizadas, impropias de cualquier jerarquía. Si se disciplina en el ejercicio del trato personal, de valor intransferible, y en el diálogo, al que en ninguna circunstancia puede renunciarse por rencor o resentimiento, habrá avanzado en la dirección correcta. Los agravios prescriben en aras de la confianza mutua entre argentinos, que es hoy un pobre capital social en el país.

No hay actividad pública o privada libre de traspiés. También sucede en la nuestra, concentrada en la difusión y comentarios sobre toda índole de informaciones y conocimientos. Hoy, estamos con frecuencia más subordinados que en el pasado a la repercusión masiva de lo que se narra, que a privilegiar la importancia de las novedades por la sustancia real de lo que revelan. ¿Quién puede de otra forma explicar que en los medios se haya exacerbado hasta el cansancio la candorosa emotividad popular, en lugar de haberse aplicado el rigor y la sobria evaluación profesional para predicar que un redivivo Juan Manual Fangio volaba ya, efectivamente, por las pistas de Fórmula 1?

No somos influencers ni ejercemos el arte de la publicidad, propio de ámbitos no menos respetables, pero no nuestro. Si el periodismo argentino tiene la relevancia internacional que acredita desde hace más de cien años ha sido por la coherencia que ha preservado con su razón de ser, tan asociada a la democracia republicana y a las manifestaciones más nobles de la cultura.

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