Miles de fanáticos de la literatura de Gabriel García Márquez pueden repetir de memoria el comienzo de Cien años de soledad. Ahora que se estrenó la serie en Netflix, miles de lectores del Nobel colombiano pudieron ver en todo el mundo la adaptación audiovisual de la novela emblemática. Muchos años después de su creación literaria vimos a un nuevo actor interpretar al coronel Aureliano Buendía parado frente al pelotón de fusilamiento en el momento exacto en que recuerda aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Pero casi nadie recuerda cómo fue exactamente el momento en que García Márquez conoció la nieve. Hay un libro escrito por Plinio Apuleyo Mendoza, su amigo y compadre colombiano, que se publicó en 1998 y que se llama Aquellos tiempos con Gabo. No es una biografía fría y distante, sino un cálido abrazo a la memoria de una amistad profunda con Gabriel García Márquez.
A través de la prosa emotiva de Mendoza, es posible sumergirse en la entrañable intimidad de Gabo, descubriendo no solo al genio literario, sino también al hombre detrás de la magia. Aparecen sus ocurrencias, sus vulnerabilidades y su inquebrantable pasión por la literatura. El libro es un viaje nostálgico cargado de anécdotas compartidas, desde la juventud bohemia hasta la consagración literaria. Es un camino para conocer, en la voz de un amigo, al ser humano que fue Gabriel García Márquez.
Gabo tenía 28 años cumplidos, cuando descubrió la nieve. Fue en París, una noche fría al terminar la cena en un restaurante ubicado en el boulevard Saint-Michel, cerca de los jardines de Luxemburgo, donde había compartido la comida con su futuro compadre Plinio Apuleyo Mendoza, con Hernán Vieco, arquitecto colombiano, y su esposa Juana.
En este libro, Plinio Apuleyo Mendoza detalla cómo fue la primera nevada de aquel invierno en París, a fines de diciembre de 1955, en que Gabo conoció la nieve. El escritor lo escribió con estas palabras:
“Seguramente empezó a caer nieve mientras comíamos en un restaurante próximo a la plazuela de Luxemburgo. Pero no la vimos en aquel momento. No la vimos por la ventana sino en la puerta, al salir, y era deslumbrante y sigilosa, cayendo en copos espesos que brillaban a la luz de los faroles y cubría de blanco los árboles, los automóviles y el bulevar. El aire de la noche era limpio y glacial, olía de pronto a pinos de montaña.
García Márquez quedó de pronto estático, fascinado por aquel espectáculo de sueño. Nunca había visto la nieve.
Para un muchacho que había nacido en un pueblo de la zona bananera, en Colombia, donde el calor zumba como un insecto y cualquier objeto metálico dejado al sol quema como una brasa, la nieve, vista tan solo en los grabados de los cuentos de Grimm, pertenecía al mundo de las hadas, de los duendes, de los gnomos, de los castillos de azúcar en el bosque.
Y, he aquí, porque el glorioso reportero, el prometedor novelista recién llegado, viendo la nieve, la nieve cayendo, brillando, cubriéndolo todo de blanco, tocándole el bigote y el pelo, besándole suavemente la cara como una hada dulce y traviesa, se estremeció como una hoja.
Le tembló un músculo de la cara.
-Mierda -exclamó.
Y echó a correr.
Corría y saltaba de un lado a otro por el andén, bajo la nieve, levantando los brazos como los jugadores de un equipo de fútbol cuando acaban de anotar un gol. Menos mal que es loco, pensé con alivio. Desde aquel preciso instante somos amigos. Cuando vio la nieve por primera vez y sin importarle ser tomado por un loco se puso a saltar. A saltar y a correr”.
Este libro, que no se consigue en la actualidad, es un testimonio conmovedor de una amistad que trascendió el tiempo y la distancia, un homenaje a la memoria que late con la fuerza de un corazón agradecido. Un amigo colombiano me obsequió un ejemplar durante una pausa del Hay Festival de 2010, en Cartagena de Indias, aquella tarde remota en que fui a conocer el mar caribe.
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Miguel Velárdez – Periodista de LA GACETA, becario de la Fundación Gabo.