¡Atiendan la puerta!

Hace siglos, cuando éramos chicos, el momento en que nos daban una copia de las llaves de casa era un momento de enorme gravedad. Simbolizaba una responsabilidad tremenda y había casos en los que esos pescaditos de bronce eran un factor de locura. En cualquier momento se le pedía a uno que “muestre las llaves”, y a su vez lo hacíamos regularmente para nuestros adentros. Uno se tocaba el bolsillo con angustia a cada rato y, normalmente, ese gesto traía un enorme alivio como recompensa.

Pero no siempre: se cumplía la ley secreta de Berkeley, esa que dice que las cosas que consumen grandes esfuerzos de atención se pierden justo en el segundo en que las descuidamos. Volver a golpear la puerta después de perderlas era una humillación. Cuando los padres abrían, uno quería pero no podía esquivar el tremendo: “¡¿Y las llaves?!”. Un error así podía desencadenar el cambio de cerradura, la fabricación de mil copias adicionales y, en familias más precavidas, incluso una eventual mudanza para evitar atracos. Nadie dormía esas semanas, atormentados por ese descuido que exponía la puerta familiar.

A lo largo de los siglos

Las puertas han acompañado a la humanidad por siglos, y una prueba de su relevancia está en las puertas egipcias, donde tenían un papel fundamental en los ritos funerarios. Las puertas falsas en las tumbas eran umbrales simbólicos que permitían al alma del difunto acceder al más allá. Cualquier mortal no muerto pensaría que es una puerta desperdiciada en una pared, pero esos umbrales representaban el acceso a otra existencia.

Qué decir de las famosas puertas de Alí Babá, que tenían una llave de voz: “¡Ábrete, Sésamo!”. Las primeras puertas automáticas que se abrían con el pie fueron un invento chino antiguo. Y, por su parte, el solterón empedernido Theophilus Van Kannel inventó la puerta giratoria para no tener que estar dando paso a las damas en su restaurante de Manhattan.

Las puertas de las iglesias, ni que decir de la Catedral de San Pedro, son enormes, y es obvio que nadie llegaría hasta un timbre. Se trata de dar expresión a la grandeza del ser divino o, más bien, a la pequeñez del peregrino ante esa majestuosidad -y de hecho el Jubileo católico celebra la apertura de la Puerta Santa-. Las puertas no son solo madera, hierro e ingenio: son promesas de lo que puedan albergar, son una señal de hostilidad o de hospitalidad.

Otras puertas

En las antípodas del simbolismo cristiano de la puerta como indulgencia y renovación, el famoso filósofo Thomas Hobbes (el de la frase “el hombre es el lobo del hombre” que, dicha por un lobo sería más o menos “el lobo es el hombre del lobo”), considera las puertas como prueba de la maldad humana. En Leviatán, Capítulo XIII, escribe: “¿Qué opinión tienen de sus conciudadanos quienes, al viajar, llevan consigo sus armas, quienes trancan sus puertas por la noche, y quienes cierran sus cofres incluso dentro de sus propias casas?”. Para Hobbes, cada vez que cerramos una puerta estamos confesando nuestra desconfianza en los demás: en los vecinos, y hasta en quienes viven con nosotros.

Walter Benjamin nos devuelve una mirada más íntima de estas aberturas. Tiene un libro bellísimo que se llama “Infancia en Berlín” hacia 1900 y una clave de lectura son, sin dudas, sus imágenes de niñez y de las puertas, esta vez en un registro más personal y poético. Benjamin describe cómo cada puerta está asociada a un recuerdo o emoción: el salón evoca las visitas, una parte de la casa que no es de los niños. La cocina es como un tren de bullicio doméstico, y la puerta principal separa lo íntimo del mundo público. En sus recuerdos, las puertas cerradas al anochecer simbolizaban protección ante la oscuridad y el paso hacia la noche, marcando la transición entre lo seguro y lo incierto (dicho por alguien que luego muere huyendo de la Gestapo). Así, Walter Benjamin muestra que las puertas y las llaves no son objetos triviales sino símbolos profundos de acceso, memoria y cambio.

Hace treinta años una estudiante de pedagogía me sonrió. Mis amigos, más perspicaces que yo, dijeron que era una puerta abierta. “La sonrisa de la mujer amada / es la puerta del paraíso”, metía presión Amado Nervo en mi cabeza. Bien, ese es el tipo de llave que no debemos perder bajo ninguna circunstancia. Porque quien pierde esa llave, duerme afuera. Y si comparte pasillo con el averno, peor todavía. De más está decir que hay que tener mucho cuidado en estos asuntos, lo saben los genios del género de terror como H.P. Lovecraft -género que desde luego abarca al discurso amoroso-, cuando dice “Hay puertas en el universo que nunca deben ser abiertas…”

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