La lección de literatura de Han Kang

La ganadora del Nobel solapa significados y hace de la belleza una vía hacia la profundidad.

HAN KANG. Todos los pasadizos argumentales del texto parecen conducir a un mismo sitio: el de las personas que están rotas. HAN KANG. Todos los pasadizos argumentales del texto parecen conducir a un mismo sitio: el de las personas que están rotas.
Hace 19 Hs

NOVELA

LA CLASE DE GRIEGO 

HAN KANG

(Penguin Random House – Buenos Aires)

Por favor, lean La clase de griego. Vale la pena empezar el año reconciliándose con la buena literatura. Con aquello que, escrito de una sola vez, dice eso. Todo eso. Y todo lo demás, también.

Para lograr tal virtuosismo, su autora, la inspirada e incansable Han Kang (es narradora, ensayista y poeta) tal vez corra con una ventaja original: es oriunda de Corea del Sur y, aunque su lengua, el hangeul -o hangul-, es fonética (la componen consonantes y vocales), no le son ajenos otros sistemas de escritura, como los ideográficos. Por caso, en chino, Mayl Lin es un nombre femenino de dos signos. Esos pictogramas no representan sonidos, sino que son ideas, con un significado completo en cada caso. Mayl Ling, entonces, se lee así y, en simultáneo, significa “jade precioso”.

El idioma es, precisamente, uno de los pilares de La clase de griego. Pero, a propósito del laberinto que ilustra la portada del libro, es sólo uno de los pasillos con el que se recorre las historias de la obra. El “hilo de Ariadna” con el que la ganadora del Nobel de Literatura 2024 va conduciendo los muchos significados que van solapándose, uno sobre otro, a lo largo de sus escasas 176 páginas.

En un primer nivel, esta obra publicada originalmente en 2011 -y reeditada por Penguin Ramdom House- gira en torno de dos personajes que no están al borde del abismo, sino que ya han caído en él. Ella es una mujer que ha perdido el habla. No tiene un impedimento físico para ello: simplemente, ha extraviado la voluntad de articular sonidos, en un primer momento. Y ahora, directamente, se ha quedado sin la capacidad de hacerlo. Él, en tanto, es su profesor de griego clásico, condenado a padecer ceguera. Su visión se ve afectada de manera paulatina y progresiva. Una noche, en el instituto donde da clases, rompe sus anteojos. Y queda en la más desolada de las soledades hasta que ella lo asiste. ¿Podrán rescatarse mutuamente?

La alumna

Ella es alumna de griego. Él cree que ella es sordomuda. Pero su silencio tiene otras raíces. El terapeuta que la trata cree que como la ha dejado su marido, que como ha perdido la custodia de su hijo, y como su madre ha fallecido, todas esas pérdidas la han llevado a perder el habla. Pero ella misma le advierte que “no es tan simple”. La mudez ya ha pesado y pasado sobre ella otras veces.

Hay una melancolía indescifrable añejándose en ella. Tanto es así que una tarde, jugando a cambiar de nombres, su hijo le asigna uno que resulta revelador: la llama “Tristeza de la nieve que cae”.

El vínculo de ella con el lenguaje es distinta que la del común de los mortales: descubrió la combinación de consonantes y vocales por sí sola cuando era una niñita. Fue cuando su hermano mayor, recién ingresado a la primaria, jugaba a ser su maestro. Desde entonces, su relación con las palabras está mediada por la razón y por la voluntad. Hasta el punto de considerar que hablar es una manera en que las personas se extienden físicamente, porque llegan con sus voces más allá de sus cuerpos. Así que calla. Durante mucho tiempo. No quiere ocupar más espacio. Hasta que un día descubre las otras reglas de su idioma, como los diptongos. Y ante esa revelación vuelva a hablar.

Ahora, siendo una mujer adulta, busca aprender griego clásico para ver si al desentrañar la gramática de esa lengua muerta, su lengua puede volver a la vida.

El profesor

Él vive atormentado, desde la adolescencia, por un diagnóstico médico: la vida le arrebatará la vista irremediablemente. Su primer amor ha sido la hija de su oftalmólogo: una joven que nació hipoacúsica. La amó hasta asumir que viviría para siempre con ella. Pero en ese ensueño se preguntó qué iba a ocurrir cuando la ceguera se consumara: ella no podría escucharlo. Y él nunca la había oído hablar. Así que una tarde le pidió a su amada que le hiciera escuchar su voz. Ella lo echó para siempre. Como en el relato judeocristiano del Génesis, en el que Adán y Eva muerden la manzana del árbol de la sabiduría del bien y del mal: saben por primera vez que es la libertad en el mismo instante en que la están perdiendo. Así también él escuchará la voz de ella por vez primera. Y última.

- ¡Sal de aquí!

El conocimiento cobra un costo desmesurado a cambio de ser obtenido. Al profesor de griego aún le duele un amigo de su juventud, diagnosticado con una enfermedad terminal, que había decidido estudiar filosofía, persuadido de que todo ejercicio del pensamiento, en definitiva, versaba sobre la vida. Y convencido de que quien mejor puede apreciarla es el que está a punto de morir.

Borges y Platón

Delicada e implacable, La clase de griego tiene que ver, entonces, con la desconexión entre el lenguaje y la existencia. Con los descubrimientos y las pérdidas. Con la intimidad y el dolor. Eso sí: todas estas tramas son pasillos que llevan, como en los laberintos, a un jardín central. Todo ello, articulado con pasajes de La República, de Platón. Y con la evocatoria a Jorge Luis Borges.

Justamente, la presentación en sociedad de Han Kang al “gran público” de nuestro país ha estado vinculada con su tributo a las lecturas del inmenso escritor argentino. La clase de griego, donde también es mencionada María Kodama, no tiene propiamente un estilo borgeano. En la novela hay largos pasajes descriptivos sobre los paisajes urbanos que los protagonistas recorren. Es todo un contraste con la obra del argentino: aunque sus grandes textos datan de antes de que perdiera la vista, parecen por momentos tener la estética literaria de un ciego, donde los adjetivos son escasez.

En cambio, la lógica borgeana surca definitivamente las páginas de esta novela. Por ejemplo, cuando el profesor de griego evoca el día en que perdió para siempre a su primer amor y reflexiona sobre una máxima platónica referida a que “la verdad mata la estupidez”. Entonces, así como en El Inmortal, de Borges, el protagonista razona que si “existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad, en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren”, el profesor se pregunta (página 53) si también la estupidez mata la verdad. “¿Se verá la verdad alterada por el influjo de la estupidez, al entrar en contacto con lo que ha destruido? Y si se diera el caso de que la estupidez destruye la verdad, ¿se resquebrajaría también la estupidez y acabaría destruyéndose? Si afirmo que, cuando mi estupidez destruyo el amor, también se destruyó mi estupidez en el proceso, ¿me dirías que es un sofisma?”.

Enteros y a pedazos

Por este corredor también se llega al corazón del texto: todos los pasadizos argumentales parecen conducir a un mismo sitio: el de las personas que están rotas. Aquellas que, por las razones que fuera, son incapaces de decir. De ver. De escuchar. La novela palpita la violencia, explícita o velada, intentada o inadvertida, de la que son objeto. Como con la alumna de griego, a quien su ex esposo trata de “loca”. O con el profesor, a quien su amigo desahuciado le preguntaba si ya había pensado cómo sería su vida en las tinieblas. Pero lo dramático y sublime es que Han Kang también repara en la violencia de que son capaces aquellos que están rotos a la hora de vincularse con los demás. El que no puede ver le reclama hablar a quien no puede. La que no puede oír le exige a quien no puede ver que mire su dolor. La que no puede hablar le niega razones a quien trata de entenderla.

Estamos hechos de palabras, dichas u oídas, y de miradas. Hasta el punto de que somos eso mismo: palabras y miradas. Pero somos mucho más que ello, también: somos heridas e incomprensiones.

Como en las hojas delgadas donde las tintas de una página se mezclan con otras, como los signos que un dedo escribe sólo con el tacto, uno tras otro, sobre la palma de una mano, los significados desplegados por la prosa de Han Kang van sucediéndose incesantemente. Deslumbrantemente.

La clase de griego, por todo ello, no sólo es una celebración de la literatura y de su belleza como instrumento de la profundidad. Es, particularmente, una esperanza. “Dicho de otra manera, el griego que manejaba Platón era como una fruta madura y plena a punto de caer del árbol. A lo largo de las generaciones siguientes, el griego clásico declinó rápidamente; y, junto con la lengua, decayeron también los Estados griegos”, enseña el profesor a la clase (páginas 29 y 30). “Se puede decir que Platón contempló el ocaso no sólo de su lengua, sino también de todo cuanto le rodeaba”, concluye.

Han Kang, la que se dejó seducir por la prosa que Borges plasmó en su castellano natal, escribe en hangul -o hangeul-, que entre otras significaciones admite la de “gran escritura”.

© LA GACETA

ÁLVARO JOSÉ AURANE

PERFIL

Han Kang (Gwangju, Corea del Sur, 1970) empezó su carrera como novelista al ganar el concurso literario de primavera Seúl Shinmun en 1994. La vegetariana, su primera novela traducida al inglés, ganó en 2016 el Premio Booker Internacional. Su siguiente novela, Actos humanos, le valió el Premio Manhae de Literatura de Corea y el Premio Malaparte en Italia en 2017. La ganadora del Nobel de Lietratura 2024 fue profesora en el departamento de Escritura Creativa del Instituto de las Artes de Seúl hasta 2018 y en la actualidad se dedica por completo a la escritura. Su obra ha sido publicada en más de 30 idiomas.

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